Llevábamos unas cuantas horas
caminando desde que partimos de Dragnag, en la margen izquierda de la morrena
del glaciar Ngozumba. Actualmente hay varios lodges o “casas de huéspedes” con
abundantes comodidades, pero en 1989, tan solo existía una cabaña de pastores
donde pudimos pasar la noche gracias a la hospitalidad de su dueña, que, a la
luz de unas velas y nuestras linternas, además de darnos de cenar unos chapatis
con arroz, nos permitió compartir la estancia donde dormía una pareja de sus preciados
yaks. Aquella noche, ni Vicente ni yo fuimos capaces de pegar ojo. Al principio
solo eran los profundos bufidos con los que, cada pocos minutos, los animales
desahogaban sus gigantescos pulmones. Poco rato después no solo vaciaban sus
pulmones. Había llegado el momento de hacer lo propio con su vejigas y, a tenor
del caudal, el tamaño de las mismas era realmente enorme. Así, el duro y frio
suelo se convirtió en una sucesión de surcos de pis de yak que parecían no tener otro objetivo que alcanzar nuestras esterillas. A la luz de las linternas tratamos
de encontrar mejor acomodo, pero tampoco resultaba fácil moverse entre los
animales y, sobre todo, teníamos muy claro que lo mejor era no enfadarles: el
tamaño de sus cuernos y sus desafiantes miradas eran suficientes para saber
valorar hasta cuanto incordiar el descanso de estos bóvidos. Al poco rato nos
dimos cuenta que las únicas alternativas viables eran, bien dormir en el exterior de
la casa y soportar el frio como fuera posible, o encaramarnos a una especie de
altillo de piedra donde, a duras penas, podríamos colocarnos los dos. Optamos
por esta segunda opción para comprobar únicamente que, de cualquier manera, no
íbamos a conseguir dormir.
Así que, horas después, allí estábamos, a unos
200 metros aún por debajo de la cota 5.420 m que según nuestro plano marcaba la
altitud del Cho La, el collado que teníamos que alcanzar para conectar el imponente
glaciar Ngozumba, que parte del Cho Oyu con el glaciar del Khumbu, que hace lo
propio desde el Everest.
El cielo, de un gris plomizo
llevaba rato oscureciéndose amenazadoramente. Una sombría y compacta masa de
nubes envolvía todas las montañas que, horas antes, habían comenzado a tomar
posiciones ascendiendo por todos los valles que se abrían a nuestra vista. No
tardó en comenzar a nevar. Primero fueron unos ligeros copos que parecían
negarse a caer e, ingrávidos, flotaban alrededor de nosotros. Al poco rato,
fueron haciéndose más grandes y la nevada más intensa. La luz se tornó de un
extraño color rosáceo y los sonidos se apagaron por completo. Vicente, que
caminaba unos pasos por delante, desapareció de mi campo visual. La falta de
descanso y la fuerte pendiente, cargados con una pesada mochila a la espalda, estaba
haciendo muy dura la ascensión. El frio, ahora la nieve y la falta de
visibilidad, la complicaban aún más, ante la posibilidad de perder el camino
entre las rocas. Me detuve a recuperar un poco la respiración y a sacudirme los
copos que se acumulaban en la ropa. Apoyé la mochila en un pequeño resalte para
descansar los hombros y mi dolorida espalda.
Observé en torno a mí las formas difuminadas de las piedras más próximas. No podía ver nada más allá de
unos 10 metros. Respiré hondo, tratando de bajar las pulsaciones.
No escuchaba ni un ruido. Allí,
en la quietud más inmutable de aquel paraje alejado de cualquier vestigio de
civilización, envuelto por un silencio absoluto, con un manto blanco que se
depositaba con la delicadeza de una caricia e iba tomando posesión de todos los
elementos del escaso paisaje que se adivinaba, bajo una tenue luz que igualaba
la intensidad tanto de las luces como de las sombras, allí sentí la máxima
expresión de la soledad que jamás hubiera pensado encontrar.
Dejé pasar unos minutos más, solo
por retarme a mí mismo a profundizar en esa sensación de vacío absoluto. Me
dejé llevar hasta el mismo límite del pánico. Solo entonces me incorporé,
acomodé la mochila y reanudé la marcha siguiendo las huellas de Vicente entre
las rocas. Unas decenas de metros más adelante le encontré. No había avanzado
mucho. Estaba esperándome. Llegué a su altura.
- - ¿Bien?
- - Bien
No hacían falta más palabras. No
había otra alternativa que proseguir. Reanudamos la marcha. Alcanzamos el
collado y comenzamos el descenso. Cada paso me alejaba de aquella sensación que,
tantos años después recuerdo con absoluta claridad.
Qué poco imaginaba yo entonces
que las personas, en la vida, nos encontramos otros Cho La mucho más difíciles de
superar.
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