miércoles, 6 de diciembre de 2023

CHO LA

 



Llevábamos unas cuantas horas caminando desde que partimos de Dragnag, en la margen izquierda de la morrena del glaciar Ngozumba. Actualmente hay varios lodges o “casas de huéspedes” con abundantes comodidades, pero en 1989, tan solo existía una cabaña de pastores donde pudimos pasar la noche gracias a la hospitalidad de su dueña, que, a la luz de unas velas y nuestras linternas, además de darnos de cenar unos chapatis con arroz, nos permitió compartir la estancia donde dormía una pareja de sus preciados yaks. Aquella noche, ni Vicente ni yo fuimos capaces de pegar ojo. Al principio solo eran los profundos bufidos con los que, cada pocos minutos, los animales desahogaban sus gigantescos pulmones. Poco rato después no solo vaciaban sus pulmones. Había llegado el momento de hacer lo propio con su vejigas y, a tenor del caudal, el tamaño de las mismas era realmente enorme. Así, el duro y frio suelo se convirtió en una sucesión de surcos de pis de yak que parecían no tener otro objetivo que alcanzar nuestras esterillas. A la luz de las linternas tratamos de encontrar mejor acomodo, pero tampoco resultaba fácil moverse entre los animales y, sobre todo, teníamos muy claro que lo mejor era no enfadarles: el tamaño de sus cuernos y sus desafiantes miradas eran suficientes para saber valorar hasta cuanto incordiar el descanso de estos bóvidos. Al poco rato nos dimos cuenta que las únicas alternativas viables eran, bien dormir en el exterior de la casa y soportar el frio como fuera posible, o encaramarnos a una especie de altillo de piedra donde, a duras penas, podríamos colocarnos los dos. Optamos por esta segunda opción para comprobar únicamente que, de cualquier manera, no íbamos a conseguir dormir.

Así que, horas después, allí estábamos, a unos 200 metros aún por debajo de la cota 5.420 m que según nuestro plano marcaba la altitud del Cho La, el collado que teníamos que alcanzar para conectar el imponente glaciar Ngozumba, que parte del Cho Oyu con el glaciar del Khumbu, que hace lo propio desde el Everest.

El cielo, de un gris plomizo llevaba rato oscureciéndose amenazadoramente. Una sombría y compacta masa de nubes envolvía todas las montañas que, horas antes, habían comenzado a tomar posiciones ascendiendo por todos los valles que se abrían a nuestra vista. No tardó en comenzar a nevar. Primero fueron unos ligeros copos que parecían negarse a caer e, ingrávidos, flotaban alrededor de nosotros. Al poco rato, fueron haciéndose más grandes y la nevada más intensa. La luz se tornó de un extraño color rosáceo y los sonidos se apagaron por completo. Vicente, que caminaba unos pasos por delante, desapareció de mi campo visual. La falta de descanso y la fuerte pendiente, cargados con una pesada mochila a la espalda, estaba haciendo muy dura la ascensión. El frio, ahora la nieve y la falta de visibilidad, la complicaban aún más, ante la posibilidad de perder el camino entre las rocas. Me detuve a recuperar un poco la respiración y a sacudirme los copos que se acumulaban en la ropa. Apoyé la mochila en un pequeño resalte para descansar los hombros y mi dolorida espalda.

Observé en torno a mí las formas difuminadas de las piedras más próximas. No podía ver nada más allá de unos 10 metros. Respiré hondo, tratando de bajar las pulsaciones.

No escuchaba ni un ruido. Allí, en la quietud más inmutable de aquel paraje alejado de cualquier vestigio de civilización, envuelto por un silencio absoluto, con un manto blanco que se depositaba con la delicadeza de una caricia e iba tomando posesión de todos los elementos del escaso paisaje que se adivinaba, bajo una tenue luz que igualaba la intensidad tanto de las luces como de las sombras, allí sentí la máxima expresión de la soledad que jamás hubiera pensado encontrar.

Dejé pasar unos minutos más, solo por retarme a mí mismo a profundizar en esa sensación de vacío absoluto. Me dejé llevar hasta el mismo límite del pánico. Solo entonces me incorporé, acomodé la mochila y reanudé la marcha siguiendo las huellas de Vicente entre las rocas. Unas decenas de metros más adelante le encontré. No había avanzado mucho. Estaba esperándome. Llegué a su altura.

-          - ¿Bien?

-          - Bien

No hacían falta más palabras. No había otra alternativa que proseguir. Reanudamos la marcha. Alcanzamos el collado y comenzamos el descenso. Cada paso me alejaba de aquella sensación que, tantos años después recuerdo con absoluta claridad.

Qué poco imaginaba yo entonces que las personas, en la vida, nos encontramos otros Cho La mucho más difíciles de superar.


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