Salimos muy temprano del hotel, por
llamar de alguna manera al lugar donde habíamos pasado la noche. Apenas comenzando
el amanecer, colocamos nuestras mochilas en la baca del todoterreno y enfilamos
la salida hacia el norte. Quedaba por delante un largo día de camino.
Samson, nuestro guía, conducía
despacio a pesar de que las calles estaban tranquilas y prácticamente vacías.
Nada que ver con lo que habíamos encontrado la tarde anterior, en mitad de una
descomunal tormenta, ni en lo que se convertirían no más de dos horas después: un
incesante trasiego de personas, motocarros y coches, todos ellos ocupando la
calzada sin orden y sin reglas. Como casi todo en este país. Buscábamos algún
lugar abierto a esas horas para comprar algo de pan y, tal vez, alguna cosa más
para meter dentro. Del pan y del estómago.
Samson, buen conocedor de toda la
ruta, sabía dónde pudiéramos encontrar algo abierto y nos llevó en aquella
dirección. Unos minutos después detuvo el coche. Me bajé con él, como hacía casi
siempre, para acompañarle, para “meter las narices” en cualquier lugar y para pagar
la compra.
Caminábamos por la acera, él
delante, yo, unos metros más atrás, cuando a unos pocos pasos de distancia, algo
tapado con una manta de cuadros roja y negra, se movió. De debajo de ella salió
primero una pierna, luego otra, después un brazo, una cabeza y al fin un hombre
completamente desnudo. Era alto, fibroso, flaco, con la piel de color más
cobrizo oscuro que negro, con una maraña de pelo ensortijado y revuelto, barba canosa
de días. El rostro tan lleno de mugre como de arrugas. Los dientes
tremendamente blancos resaltaban en su cara. Era imposible calcular su edad.
Como en tantas otras ocasiones, la vida deja en algunas personas huellas
indelebles impropias de los años transcurridos.
Una vez erguido, ciñó la manta
alrededor de su cintura y pasó un extremo de la misma por encima de un hombro.
Así vestían. Recogió su vara.
Ralenticé mis pasos. Me fijé en
que este hombre no era el único “bulto” de la calle. Era uno más de los muchos que
habían pasado la noche en aquella acera de esa ciudad en este inmenso país.
Samson debió darse cuenta de mi expresión
y me dijo,
- eso es todo lo que tiene, una manta para taparse y un palo para
defenderse. Ahora comienza otro día de supervivencia. Buscará algo para comer,
alguien que le de unas monedas o alguna ocupación momentanea a cambio de
compartir una injera*.
¿Se puede no tener absolutamente NADA? La respuesta la tenía delante de mí. Se puede. Se puede no tener NADA material.
Pero, pensé, aquel hombre
tendría dentro de sí, sentimientos, pensamientos, sensaciones, emociones… O tal
vez, no. Quizá, cuando todo se limita a levantarse para sobrevivir a un nuevo
día, a evitar sucumbir, entonces todo se centre, precisamente, en evitar sentir
hambre, frío, miedo, ... y en pensar cómo evitarlo.
El hombre caminaba hacia nosotros.
Al llegar a mi altura, cruzamos las miradas. Jamás sabré, y prefiero que sea
así, lo que pudo pasar en ese momento por su cabeza. Pero tampoco olvidaré lo
que dejó grabado en la mía.
Vi sus ojos y, en su infinita
profundidad, en un solo instante, toda su vida.
Entonces entendí lo que es la
dignidad.
*(la injera es torta de tef con pasta de lentejas, verdura y algo de
carne)