sábado, 30 de septiembre de 2023

EL HOMBRE BAJO LA MANTA

 


Salimos muy temprano del hotel, por llamar de alguna manera al lugar donde habíamos pasado la noche. Apenas comenzando el amanecer, colocamos nuestras mochilas en la baca del todoterreno y enfilamos la salida hacia el norte. Quedaba por delante un largo día de camino.

Samson, nuestro guía, conducía despacio a pesar de que las calles estaban tranquilas y prácticamente vacías. Nada que ver con lo que habíamos encontrado la tarde anterior, en mitad de una descomunal tormenta, ni en lo que se convertirían no más de dos horas después: un incesante trasiego de personas, motocarros y coches, todos ellos ocupando la calzada sin orden y sin reglas. Como casi todo en este país. Buscábamos algún lugar abierto a esas horas para comprar algo de pan y, tal vez, alguna cosa más para meter dentro. Del pan y del estómago.

Samson, buen conocedor de toda la ruta, sabía dónde pudiéramos encontrar algo abierto y nos llevó en aquella dirección. Unos minutos después detuvo el coche. Me bajé con él, como hacía casi siempre, para acompañarle, para “meter las narices” en cualquier lugar y para pagar la compra.

Caminábamos por la acera, él delante, yo, unos metros más atrás, cuando a unos pocos pasos de distancia, algo tapado con una manta de cuadros roja y negra, se movió. De debajo de ella salió primero una pierna, luego otra, después un brazo, una cabeza y al fin un hombre completamente desnudo. Era alto, fibroso, flaco, con la piel de color más cobrizo oscuro que negro, con una maraña de pelo ensortijado y revuelto, barba canosa de días. El rostro tan lleno de mugre como de arrugas. Los dientes tremendamente blancos resaltaban en su cara. Era imposible calcular su edad. Como en tantas otras ocasiones, la vida deja en algunas personas huellas indelebles impropias de los años transcurridos.

Una vez erguido, ciñó la manta alrededor de su cintura y pasó un extremo de la misma por encima de un hombro. Así vestían. Recogió su vara.

Ralenticé mis pasos. Me fijé en que este hombre no era el único “bulto” de la calle. Era uno más de los muchos que habían pasado la noche en aquella acera de esa ciudad en este inmenso país.

Samson debió darse cuenta de mi expresión y me dijo,

- eso es todo lo que tiene, una manta para taparse y un palo para defenderse. Ahora comienza otro día de supervivencia. Buscará algo para comer, alguien que le de unas monedas o alguna ocupación momentanea a cambio de compartir una injera*.

¿Se puede no tener absolutamente NADA? La respuesta la tenía delante de mí. Se puede. Se puede no tener NADA material. 

Pero, pensé, aquel hombre tendría dentro de sí, sentimientos, pensamientos, sensaciones, emociones… O tal vez, no. Quizá, cuando todo se limita a levantarse para sobrevivir a un nuevo día, a evitar sucumbir, entonces todo se centre, precisamente, en evitar sentir hambre, frío, miedo, ... y en pensar cómo evitarlo.

El hombre caminaba hacia nosotros. Al llegar a mi altura, cruzamos las miradas. Jamás sabré, y prefiero que sea así, lo que pudo pasar en ese momento por su cabeza. Pero tampoco olvidaré lo que dejó grabado en la mía.

Vi sus ojos y, en su infinita profundidad, en un solo instante, toda su vida.

Entonces entendí lo que es la dignidad.

 

*(la injera es torta de tef con pasta de lentejas, verdura y algo de carne)


sábado, 16 de septiembre de 2023

EL MONASTERIO

 Es muy temprano por la mañana. Hace frio. A esta hora, donde el silencio todavía impera, una escarcha helada convierte el camino en una ruidosa alfombra que cruje a cada paso, rompiendo miles de pequeñísimos cristales formados apenas unas horas antes y que, al poco, volverán a desaparecer.

La luz es muy tenue aún. Aquí las montañas son muy altas y el amanecer se abre paso entre sus cumbres lentamente. Un color gris azulado baña todo el valle, sin sombras, apenas sin colores, sin contrastes.

El monasterio aún queda algo lejos, pero caminado a este paso no tardaré en alcanzar su entrada. Escucho mi respiración que, junto con mis pisadas y el roce de las mangas de la chaqueta crean una base rítmica que me acompaña. El vaho de mi aliento aparece y se desvanece. Me siento feliz.

La claridad aumenta. Un halo de luz intensa se recorta tras la figura del último pico que cierra el valle por el este. Y de pronto, ocurre. El primer rayo de sol impacta en la cubierta de chapa del templo que multiplica instantáneamente su brillo y lo refleja a su alrededor. Sonrío como un niño que ha ganado una apuesta. Por una vez acerté el cálculo. Llegué a tiempo.

Entro por el pórtico de acceso al monasterio y me quito las botas en el patio de la entrada.  La puerta del templo está abierta. Con una extraña sensación de inseguridad, temor e incertidumbre cruzo el umbral. Siento un profundo respeto. No quisiera transgredir ninguna norma ni molestar a nadie en su rezo. Me detengo unos pocos pasos más allá de la puerta sin apenas percibir nada. Mis ojos aún tienen que recuperarse del impacto de la luz y acostumbrase a esta recogida oscuridad. Apenas veo y tampoco escucho sonido alguno, pero enseguida puedo percibir el inconfundible olor de unas ramitas de enebro que arden en uno de los altares, mezclado con el acre de la grasa de nuk que alimenta decenas de lamparillas repartidas al pie de diferentes imágenes de dioses y que empiezo a vislumbrar.

En pocos minutos mis ojos se han acostumbrado a la estancia.

Volutas de humo se elevan desde cada una de las velitas. Me acerco lentamente unos pasos más. Basta ese pequeño movimiento para que comiencen a bailar, desplazándose caprichosamente hacia los lados. Muevo ligeramente una mano por encima de una de ellas, que se despereza, me envuelve. Me está acariciando. Me da la bienvenida.

Por un ventanuco situado en la parte más alta de la habitación entra algo de claridad. Distingo los colores que adornan la iconografía tibetana, un arco cromático que oscila entre el granate, rojo, naranja azafrán y amarillo. El haz de luz atraviesa un campo de diminutas motas de polvo que se burlan de la gravedad negándose a caer. Lo cruzo y genero un torbellino, un cataclismo microcósmico en el orden del templo.

Las paredes están adornadas de tankas, telas, banderas de oración, imágenes de dioses en sus más variadas manifestaciones.

El tiempo no existe aquí dentro. Así, como es hoy, fue ayer, hace diez años y hace cien.

Así debería ser mañana, dentro de diez años y dentro de otros cien.

De pronto escucho un inesperado carraspeo que surge entre las tinieblas de una esquina del fondo. Pensando que estaba solo, me pego un susto de muerte. Giro hacia el lugar de donde proviene el ruido y veo un joven monje que se levanta y con ojos pícaros me sonríe y me saluda:

-    -  Buenos días y bienvenido.
- Buenos días. Lo siento. No quería molestarle. Solo deseaba estar un momento en el interior del templo antes de seguir camino- trato de justificarme-.
- Es una gran idea – me contesta – Disfruta de tu estancia y si deseas alguna explicación solo tienes que pedírmela.
- Gracias. Solo estaré un momento más.

Comprendo por su expresión, sus palabras y su comportamiento, que muchos otros viajeros se levantan de noche para visitar este templo al amanecer. Camino con precaución, muy despacio. Mis sentidos recogen cuanta información soy capaz de retener. Olores, colores y sonidos. Un siseo acompaña el rumor del monje que ha comenzado una monótona letanía acompañada de su molinillo de oración.

Sobre una pequeña estantería se apilan con esmerado orden una serie de libros de extraño formato. Son gruesos y mucho más anchos que altos. Me detengo a observarles. Justo en el momento en el que voy a levantar una mano para pasar mis dedos por su cubierta de envejecido y ajado cuero, el monje aparece de nuevo a mi espalda.

-   -  Es un libro de oraciones. Proviene del Tibet. De los pocos que se salvaron de la represión. Tiene más de mil años. Déjame que te lo muestre yo, pero te pido que no lo toques.

El monje abre la cubierta y con un cuidado reverencial pasa dos o tres hojas de un papel tan fino que parece que podría quebrarse con solo un ligero soplido. Las páginas están cubiertas por completo de texto con algunos dibujos en sus bordes. Instantes después lo cierra, lo envuelve en una khata de seda y se retira lentamente de nuevo al fondo de la habitación.

Me detengo constantemente a captar todos los detalles. No quiero irme sin absorber cada centímetro cúbico de este lugar. Quiero aprenderlo. Quiero aprehenderlo. Llevarme para siempre dentro de mí este momento de absoluta serenidad, equilibrio, bienestar y paz.

Ese es el verdadero tesoro inmaterial que guarda y protege este lugar.

Pero llega el momento.

Me dirijo hacia la puerta y dejo unos billetes en la caja de ofrendas. Al girarme para despedirme del monje no le veo. Ha desaparecido de la estancia sin que me haya dado cuenta.

Salgo de nuevo al exterior. Trato de atarme los cordones de las botas, pero me tiemblan los dedos. Me tomo un respiro. Cierro los ojos y trato de volver a la realidad. ¿Cuánto tiempo he estado en el interior del templo? ¿Esto ha sido real?

El sol baña por completo el valle. Mis compañeros de viaje estarán preguntándose donde me he metido. Va a tocar correr.

Han transcurrido ya más de siete años desde que visité aquél lejanísimo monasterio. La intensidad con la que traté de captar todos y cada uno de los estímulos y las sensaciones que percibí me permite evocar el momento y volver a sentirlas tal como las experimenté allí.

En ocasiones, en situaciones cotidianas donde me dejo llevar por la irritación, el temor, la angustia… vuelvo allí.

Y todo sigue dentro, en el mismo sitio: El rayo de luz, las motas de polvo, las velas, el libro, el enebro, el monje, …

Y todo sigue de la misma forma: Serenidad, equilibrio, bienestar y paz.

Me traje conmigo una pequeña parte del tesoro.