jueves, 28 de diciembre de 2023

UN HOTEL DE SIETE ESTRELLAS: "THE SNOW HOME RAMCHE HOTEL". PRIMERA PARTE: EL DÍA.

 



Entre Cheram (3.870 m) y Ramche (4.580 m) no hay mucha distancia. Tampoco un gran desnivel. Cuatro horas de caminar relajado valle arriba remontando las gélidas aguas del Simbuwa Khola, parando varias veces a descansar y muchas otras a contemplar las montañas y a hacer fotografías.

Ese día no era necesario madrugar para salir pronto. Al contrario. Esperamos a que el sol bañara de luz y calor el valle para desayunar en una mesa colocada en el exterior del lodge en el que habíamos pasado la noche. Allí fuera, el pan tibetano, la tortilla y el té sabían mucho mejor. No había prisa.

Es perfectamente posible realizar un trayecto desde Cheram hasta Yalung, el final del camino para los senderistas que quieren acercarse a la cara sur del Kanchenjunga y regresar a dormir a este mismo lugar sin necesidad de hacer noche en Ramche. Es una larga caminata, pero si no dispones de días suficientes, es mejor opción que abandonar y perderse la visita a esta zona. Pero no teníamos prisa alguna. Más bien al contrario, estábamos terminando nuestros días en la zona de las montañas y se hacía cada vez más necesario disfrutar de todos los momentos que nos brindaba el camino.

Llegamos a Ramche a la hora del “lunch” en el único lugar que existe allí para pasar la noche: el Snow Home Hotel. La recepción al lugar la brinda una cría de yak de lo más cariñoso. Se sienta entre nosotros y no para de cabecear para que le acaricies la peluda y esponjosa testuz.

El “hotel” lo componen dos dependencias. Por un lado, está el hogar que, como casi siempre, es además la zona privada de los propietarios. Allí cocinan, viven y duermen. Es el único lugar donde se enciende una lumbre escasamente alimentada por algo de leña subida a hombros de porteador y por las deyecciones de los yaks, después de pasar un largo proceso de secado, colocadas cuidadosamente sobre todas las rocas de los alrededores y las paredes de las dos construcciones. 

La segunda, levantada con piedras y tejado de madera, está compuesta de cuatro habitaciones, separadas por algún muro de piedra y unas tablas y plásticos que poco o nada evitan ni las corrientes de aire, ni los ruidos. Las paredes, en su interior, están recubiertas de una fina capa de barro que tiene, como única finalidad, tapar grietas.

Por debajo de la cubierta de madera, y apoyadas directamente en los muros hay más tablas distribuidas irregularmente, soportando unos plásticos que, además de tratar de aislar la estancia, deben evitar que, en caso de lluvia, el agua caiga directamente sobre los huéspedes, algo bastante improbable a la vista de los agujeros que presentan.

Después de comer, subimos la morrena del glaciar para disfrutar de un paisaje espectacular. El viento sopla y es muy frio, así que casi todos regresan al lodge. Los que nos quedamos recibimos una inesperada recompensa: el aire se queda en calma y con él detenido, todo parece serenarse. Hasta las banderas de oración, de un algodón tan fino que cualquier brisa las agita, detienen su incesante tarea de dispersar sus mantras a los cuatro vientos y cuelgan, por fin, tranquilas y silenciosas. Toda la inmensidad que compone nuestro horizonte parece prepararse para despedir la luz y abrazar la oscuridad, para dar por cumplido otro día más en el infinito devenir del tiempo allí donde éste apenas cuenta, donde el reloj es un instrumento tan inútil como ridículo es el calendario.

Aún el sol, ocultándose entre las cumbres de las montañas, nos regala un atardecer lleno de matices, en un juego de luces representado a diario, siempre diferente, entre el astro, las nubes, las rocas y el hielo de las montañas. 

Colores tan sutiles como fugaces, que se desvanecen acariciando cada roca con una última pincelada de luz.

Consciente de haber vivido una de esas experiencias que se recuerdan siempre, poco quedaba por hacer en la oscuridad de aquel lugar. Así que, después de cenar un generoso tazón de sherpa stew bien caliente, decidí irme al saco. Sabía que no podría dormirme hasta dos o tres horas después, pero también, que dentro estaría mucho más calentito y podría disfrutar con los auriculares de algunas canciones que me acompañasen en el duermevela.

Poco imaginaba yo que aún esa noche, en este hotel, aún quedaban más emociones por vivir.


miércoles, 6 de diciembre de 2023

CHO LA

 



Llevábamos unas cuantas horas caminando desde que partimos de Dragnag, en la margen izquierda de la morrena del glaciar Ngozumba. Actualmente hay varios lodges o “casas de huéspedes” con abundantes comodidades, pero en 1989, tan solo existía una cabaña de pastores donde pudimos pasar la noche gracias a la hospitalidad de su dueña, que, a la luz de unas velas y nuestras linternas, además de darnos de cenar unos chapatis con arroz, nos permitió compartir la estancia donde dormía una pareja de sus preciados yaks. Aquella noche, ni Vicente ni yo fuimos capaces de pegar ojo. Al principio solo eran los profundos bufidos con los que, cada pocos minutos, los animales desahogaban sus gigantescos pulmones. Poco rato después no solo vaciaban sus pulmones. Había llegado el momento de hacer lo propio con su vejigas y, a tenor del caudal, el tamaño de las mismas era realmente enorme. Así, el duro y frio suelo se convirtió en una sucesión de surcos de pis de yak que parecían no tener otro objetivo que alcanzar nuestras esterillas. A la luz de las linternas tratamos de encontrar mejor acomodo, pero tampoco resultaba fácil moverse entre los animales y, sobre todo, teníamos muy claro que lo mejor era no enfadarles: el tamaño de sus cuernos y sus desafiantes miradas eran suficientes para saber valorar hasta cuanto incordiar el descanso de estos bóvidos. Al poco rato nos dimos cuenta que las únicas alternativas viables eran, bien dormir en el exterior de la casa y soportar el frio como fuera posible, o encaramarnos a una especie de altillo de piedra donde, a duras penas, podríamos colocarnos los dos. Optamos por esta segunda opción para comprobar únicamente que, de cualquier manera, no íbamos a conseguir dormir.

Así que, horas después, allí estábamos, a unos 200 metros aún por debajo de la cota 5.420 m que según nuestro plano marcaba la altitud del Cho La, el collado que teníamos que alcanzar para conectar el imponente glaciar Ngozumba, que parte del Cho Oyu con el glaciar del Khumbu, que hace lo propio desde el Everest.

El cielo, de un gris plomizo llevaba rato oscureciéndose amenazadoramente. Una sombría y compacta masa de nubes envolvía todas las montañas que, horas antes, habían comenzado a tomar posiciones ascendiendo por todos los valles que se abrían a nuestra vista. No tardó en comenzar a nevar. Primero fueron unos ligeros copos que parecían negarse a caer e, ingrávidos, flotaban alrededor de nosotros. Al poco rato, fueron haciéndose más grandes y la nevada más intensa. La luz se tornó de un extraño color rosáceo y los sonidos se apagaron por completo. Vicente, que caminaba unos pasos por delante, desapareció de mi campo visual. La falta de descanso y la fuerte pendiente, cargados con una pesada mochila a la espalda, estaba haciendo muy dura la ascensión. El frio, ahora la nieve y la falta de visibilidad, la complicaban aún más, ante la posibilidad de perder el camino entre las rocas. Me detuve a recuperar un poco la respiración y a sacudirme los copos que se acumulaban en la ropa. Apoyé la mochila en un pequeño resalte para descansar los hombros y mi dolorida espalda.

Observé en torno a mí las formas difuminadas de las piedras más próximas. No podía ver nada más allá de unos 10 metros. Respiré hondo, tratando de bajar las pulsaciones.

No escuchaba ni un ruido. Allí, en la quietud más inmutable de aquel paraje alejado de cualquier vestigio de civilización, envuelto por un silencio absoluto, con un manto blanco que se depositaba con la delicadeza de una caricia e iba tomando posesión de todos los elementos del escaso paisaje que se adivinaba, bajo una tenue luz que igualaba la intensidad tanto de las luces como de las sombras, allí sentí la máxima expresión de la soledad que jamás hubiera pensado encontrar.

Dejé pasar unos minutos más, solo por retarme a mí mismo a profundizar en esa sensación de vacío absoluto. Me dejé llevar hasta el mismo límite del pánico. Solo entonces me incorporé, acomodé la mochila y reanudé la marcha siguiendo las huellas de Vicente entre las rocas. Unas decenas de metros más adelante le encontré. No había avanzado mucho. Estaba esperándome. Llegué a su altura.

-          - ¿Bien?

-          - Bien

No hacían falta más palabras. No había otra alternativa que proseguir. Reanudamos la marcha. Alcanzamos el collado y comenzamos el descenso. Cada paso me alejaba de aquella sensación que, tantos años después recuerdo con absoluta claridad.

Qué poco imaginaba yo entonces que las personas, en la vida, nos encontramos otros Cho La mucho más difíciles de superar.