domingo, 28 de enero de 2024

ÁRBOL, DE TI HARÉ…

 



Hacía algo más de diez años de la última vez que estuvo por allí, pero aún recordaba algunos detalles que le permitían acercarse a su destino sin temor a perderse. No quería sacar el gps del bolsillo para dejarse guiar. Un poco de amor propio y otro de aventurilla equilibraban esa desconfianza. No dudó en el lugar en que debía dejar el camino principal y adentrarse por el sendero que descendía hacia la cañada, pero ahora, no alcanzaba a recordar en qué momento debía dejar éste y, campo a través, caminar hacia el arroyo para alcanzar su destino. Tampoco le importaba dar una vuelta más larga; tener la oportunidad de caminar por el bosque era un regalo de los que no siempre podía disfrutar.

Estaba atardeciendo ya cuando reconoció la zona. Unos minutos más tarde se reencontraba con el árbol, tocando su corteza con tanta delicadeza como ilusión. Diez años atrás había pagado una fortuna por él y también por los tres ejemplares que le rodeaban para que fueran cortados con el único fin de que su árbol diera el último estirón.

¡Y bien que lo había hecho! Con la palma apoyada sobre el tronco, acariciándolo con delicadeza, giró una y otra vez, lentamente, mirando hacia arriba, hacia la copa. El fuste completamente recto hasta la primera ramificación, a algo más de cuatro metros de altura, sin nudos, robusto, de porte majestuoso, sin muestras de debilidad o enfermedad alguna, un ejemplar único en aquel bosque escondido, cuidado a lo largo de los años.

Ahora había llegado el momento. Nunca sabía cómo afrontarlo. De alguna manera le avergonzaba el sentimiento de tristeza que se apoderaba de él por tener que cortar un árbol tan bello, por mucho que fuera un ejemplar largamente deseado. Por el contrario, la ilusión de disponer de una materia tan excepcional, le hacía sentirse exultante … y la contradicción entre ambas, incómodo.

Los últimos rayos del sol aún acariciaban la parte más alta del árbol, proporcionando unos destellos dorados mezclados con el verde de las hojas, al capricho de la ligera brisa que soplaba. Se sentó al pie, apoyando su espalda en la rugosa corteza.

Ha llegado la hora. Sé que no me oyes. También sé que no me entiendes. Eres un árbol y los árboles ni oyen ni entienden, así que te hablo a ti, aunque, una vez más, sé que es a mí mismo a quien dirijo estas palabras. También sé que no sientes y por tanto, cuando la motosierra te derribe, no pasará nada más allá de lo que yo albergue dentro de mí. Mañana dejarás de ser árbol.  Abandonarás este bosque del que has sido estandarte, perderás tus ramas, tus hojas, tus raíces. Dejarás un enorme hueco, aunque también suficientes semillas como para que un hijo tuyo ocupe este lugar. Te convertirás tan solo en unas tablas que guardaré apiladas hasta que, despacio, vayan perdiendo la humedad que tus tejidos han guardado durante tantos años manteniéndote con vida.

Y un día pondré mis manos de nuevo sobre ti, como hago ahora y con mis herramientas, mi conocimiento, tu recuerdo y el amor que tengo por mi trabajo, comenzaré a darte una nueva forma y una nueva vida. Trabajaré contigo, con lo que eres y con lo que escondes. Buscaré dentro de ti todos y cada uno de los matices que atesoras, todos tus secretos, cada uno de los misterios que han forjado tu existencia.  Buscaré el paso del tiempo en tus anillos, las lunas llenas, el rugir de la tormenta, el viento arrancando tus ramas, el trueno, la hendidura del rayo, un corazón tallado con una flecha cruzada, el eco de las palabras que se pronunciaron a tus pies, las lágrimas que absorbieron tus raíces. Buscaré las huellas de los animales que encontraron en ti cobijo y alimento, las del pastor que se refugió con su rebaño bajo tus ramas huyendo del sol y de la lluvia. Buscaré el olor del otoño y el esplendor de la primavera. Buscaré hasta encontrar el último detalle de tu larga vida. No tengas duda alguna de que no pararé hasta terminar esta labor. Y solo entonces, solo cuando reconozca en tus vetas las mil y una historias en ellas escritas, comenzaré a darte forma. A procurarte una nueva vida. Te vestiré de las mejores galas, te adornaré con tanta elegancia, discreción y sutileza con los elementos de la naturaleza con los que has convivido tantos años, en este lugar tan escondido del bosque, que nadie olvidará de dónde vienes y quien has sido.  Una gota de agua, un copo de nieve o un cristal de hielo. La huella de un ruiseñor, una de tus semillas, el borde de una de tus hojas… Todavía no lo sé, pero cuando llegue el momento, sé que también eso me lo acabarás revelando y entonces, lo llevarás grabado. Así, serás diferente. Así serás reconocido y así serás recordado. Árbol, de tí haré … algo único.

                                 

La sala estaba completamente llena. Hacía meses que se habían agotado las entradas. La expectación del público se mezclaba con los nervios de los músicos minutos antes del comienzo del concierto. Los aplausos, atronadores al momento de la aparición del maestro director, dieron paso a un silencio absoluto en cuanto éste se giró hacia la orquesta y, tras un leve gesto de su cabeza, levantó la batuta. Cuando ésta descendió por tercera vez, el arco se apoyó sobre las cuerdas del violonchelo deslizándose suavemente.

El auditorio se llenó de un sonido profundo, melancólico, intenso. Los acordes se sucedían lentamente en el portentoso devenir de una melodía que, no por conocida, dejaba de resultar sorprendente. Más aún aquella vez, en la que el virtuosismo del intérprete se apoyaba en un instrumento que parecía otorgarle a la música unas cualidades desconocidas. La sala se inundó de música. Las notas se quedaban flotando en el aire, componiendo una imagen que se iba forjando conforme avanzaba la pieza musical, tal como un pintor va añadiendo pinceladas sobre su lienzo. Allí comenzó a adivinarse un bosque, la forma de un árbol, el viento sobre las hojas, la lluvia, el trueno, las palabras susurradas, el canto de los pájaros, las pisadas del lobo, el día, la noche, el resplandor de las estrellas entre las ramas, el olor del musgo. Hasta el último rincón del recinto recibió un retazo de las ondas de aquél poderoso instrumento, cuya resonancia lo envolvía por completo, tanto como el interior de cada uno de los espectadores. Todas las miradas estaban concentradas en aquella caja de madera de la que brotaban notas que destilaban matices de una sutileza embriagadora.

En el centro de la sala, el luthier cerró los ojos. También estaba extasiado por la música, pero, de nuevo, transportado en el espacio y en el tiempo, recordaba el susurro de sus palabras de aquél ya lejano día, el roce de sus dedos al acariciar la corteza, el rítmico batir de su herramienta al tallar las primeras piezas, el tenue siseo al pulir las últimas irregularidades o el silencio del pincel al imprimirle la última capa de barniz.

Todos aquellos momentos que habían pasado desde el día que escogió precisamente aquel árbol hasta este instante en el que el público, puesto en pie, no dejaba de aplaudir después haberse visto transportados por la música a un paraíso de emociones, todos aquellos momentos fueron revividos en el devenir del concierto.

Al fin, el intérprete se incorporó y saludó con el instrumento en la mano. En un instante, al girarse levemente, un fugaz destello se escapó de una pequeña pieza de plata con la silueta de una hoja, que se podía distinguir en la parte inferior de la voluta. El luthier levantó levemente la mano, sonrió y salió de la sala discretamente.

Aquél era el saludo convenido.

Querido árbol, he cumplido.

 

En memoria de Antonio Román. 

Dedicado a mi hermana Inma y a mis sobrinos Laura y Pablo.

 

domingo, 14 de enero de 2024

UN HOTEL DE SIETE ESTRELLAS: "THE SNOW HOME RAMCHE HOTEL". SEGUNDA PARTE: LA NOCHE.

 



Hacía frio. Mucho frio. Me había metido en el saco con doble capa térmica de ropa y un grueso par de calcetines, pero además había apretado bien las cuerdas del "cuello" y de la “capucha” del saco para impedir que el frio entrara dentro.  Tan solo había dejado una rendija por donde respirar y ver algo que no fuera negro: un mecanismo de seguridad de los que padecemos claustrofobia. Con los auriculares puestos, pasaban los minutos y las canciones. Con ellas, la noche. De fondo, como complemento de la música, escuchaba el inevitable coro nocturno de ronquidos que me acompañaba desde que comenzamos el viaje, sumados, desde varios días atrás por otro, no menos ruidoso, de toses.

 

Mientras comíamos, Bire, nuestro guía, había hecho un comentario jocoso acerca de las instalaciones del hotel. “Esta noche descubriréis que es un hotel de cinco estrellas. No tenéis más que mirar al techo”. En ese momento, sentados a la mesa y sin participar en la conversación de mis compañeros, me dio por pensar en que, al margen de la broma de Bire, en efecto, este hotel se merecía las cinco estrellas. Tal vez un par de ellas más. Levantar en este lugar una edificación con piedras, tablas y plásticos para dar alojamiento a los viajeros, mantener una estancia medianamente caliente sin más combustible que las deyecciones de los yaks y algo de leña, alimentarles a diario, tener agua y luz…era un reto muy difícil. La falta absoluta de cualquier tipo de comodidad era reemplazada con creces por el paisaje en el lugar en el que nos encontrábamos y por las expectativas de contemplar de nuevo la colosal mole del Kanchenjunga, esta vez por su cara sur. El cielo, las nubes, las cumbres de las montañas, el hielo, las rocas…, componían un horizonte difícilmente igualable. 

Atendiendo el comentario de Bire y por la rendija del saco, me dediqué buscar agujeros en el plástico que tenía sobre mi cabeza entre las tablas del techo. No resultó difícil porque no solo eran viejos, sino que, además, no estaban colocados cubriendo toda el espacio, de manera que entre láminas quedaban amplios huecos por donde se dejaban ver las tablas de la cubierta y ahí, entre las uniones de unas y otras, se adivinaban algunas estrellas. Una, dos, … tres, … siete…

Había estado haciendo fotos poco antes de acostarme y tenía la intención de repetir por la noche, pero solo pensar en salir del saco al frio de la madrugada me hacía posponer una canción más la decisión. En algún momento me debí quedar dormido porque ahora, los ronquidos me habían despertado. La música no sonaba, los auriculares estaban perdidos por algún lado. Encendí la luz del reloj: las dos y cuarto. Sería ahora o nunca. Tendría que salir a ver el cielo estrellado, tal vez sería la última oportunidad, mañana podría estar nublado, la luna creciente apagaría las estrellas, sería solo un momento, ¡con lo calentito que estaba ahora! …

¡Sal, caramba! ¡Sal de una vez!

Dicho y hecho. Abrí los cordones y saqué los brazos. De dos rápidas sacudidas estaba fuera del saco. Me calcé las botas sin atar y me puse un forro. Cogí la cámara que previamente había dejado preparada en una esquina de mi catre. No hacía falta encender la linterna. En tan poco espacio no podía equivocarme. Abrí la puerta con todo el cuidado para no despertar a mis compañeros y salí al exterior.

Una densa escarcha cubría toda la pradera y mis pisadas quebraban ruidosamente los infinitos cristales de hielo que la adornaban como un oscuro manto plateado.

Alcé la vista hacia el cielo.

Recortado por las cumbres de las montañas, en el fondo negro aparecían miles de estrellas. Pasaron unos minutos y la vista se fue acostumbrando a esa oscuridad. Cuanto más profundamente miraba hacía arriba, más estrellas iban compareciendo.

Giré sobre mí mismo para abarcar todo mi campo visual. El infinito sobre mi cabeza.

Miles de puntos. Miles de estrellas.

Si de día el paisaje era portentoso, por la noche era sobrecogedor. El silencio, la negrura, la quietud, la soledad, ese inmenso vacío completamente lleno.

Fijé la vista en un punto concreto y, detrás de las primeras, aparecían otras, más tenues, más lejanas, a veces un sutil parpadeo. Por un momento sentí vértigo solo de pensar que aquello que contemplaba no era más que una minúscula parte de lo que había más allá. En aquél infinito mapa de puntos de luz, tracé líneas y curvas, busqué una osa grande y otra pequeña, a Orión y sus perros de caza, princesas, dragones espadas, arcos y flechas. Identifiqué constelaciones, imaginé órbitas, adiviné entre los parpadeos de un extremo de la vía láctea una puerta hacia los universos paralelos. Un par de estrellas fugaces, se detuvieron un instante para hacerme un guiño antes de salir disparadas y apagarse un soplo después. Las nebulosas jugaban a cambiar de colores. Una enana blanca desapareció dentro de un agujero negro mientras en algún otro lugar del infinito, una enana negra lo haría dentro de uno blanco. Cosas del equilibrio del cosmos. Y detrás de todo aquello aún imaginé más.

Fue entonces, al vislumbrar la magnitud del firmamento, al ser consciente de las proporciones infinitesimales de mi propia presencia y de mi fugaz existencia, cuando me sentí más grande.

La plenitud de la consciencia.

No sé cuánto tiempo estuve allí mirando hacia el cielo, pero de pronto me di cuenta del intenso dolor que sentía en los dedos de mis manos. Miré la cámara que sostenía entre ellos y sonreí pensando cómo podía haber sido tan idiota de cogerla. Hay cosas que no se pueden fotografiar. Igual que, tal vez un buen escritor sería capaz de describir esta visión, un buen fotógrafo, con tiempo y un buen equipo, hubiera podido recogerla en una imagen, pero lo que estaba sintiendo, ni una foto ni estas torpes palabras son capaces de describirlo.

Me resistí un minuto más antes de regresar. Después me encaminé hacia el refugio, entré, cerré la puerta con cuidado, dejé la cámara, me quité las botas y el forro, y me apresuré a meterme en el saco. Lo cerré por completo ...salvo una rendija.
Allí, hecho un ovillo, helado de frio, con las manos como témpanos entre los muslos de mis piernas para tratar de hacerlas volver en sí, cerré muy fuerte los ojos. 

Mientras mis compañeros roncaban ruidosamente, ante mí se abría todo el firmamento.

Y así volví a quedarme dormido, dándome un paseo por las estrellas.