sábado, 9 de marzo de 2024

THE PEACOCK SHOP. EL HOGAR DE LA MAGIA

 


Bhaktapur está a unos pocos kilómetros del centro de Kathmandú. En sus inicios, hace siglos, ambas ciudades correspondían a reinos distintos. Actualmente, no existe apenas discontinuidad en las construcciones que las unen y que, junto con Patan, Kirtipur y Lalipur, forman un conjunto de poblaciones de carácter histórico con centros monumentales bien nutridos de antiquísimos templos dedicados al abundante, variado y colorido panteón hinduista y budista.

Cuenta la leyenda que el valle en el que se asientan estas ciudades fue un gran lago en el que vivían serpientes gigantes. Un día, el santo budista Manjushree (seguro que está representado en alguna imagen por alguno de estos templos) asestó un poderoso golpe con su espada en la ladera de una montaña abriendo una grieta por la que desapareció toda el agua, dejando tras de sí un fértil valle capaz de dar sustento a sus nuevos pobladores.

La entrada a Bhaktapur para los visitantes se hace, prácticamente de forma inevitable, por Durbar Square, la plaza donde se reúne casi toda la riqueza arquitectónica del lugar y un extraordinario ejemplo del esplendor de la dinastía de los reyes Malla a partir del siglo XIII cuyas construcciones rivalizaban en altura, complejidad y ornamentos con los de las otras ciudades próximas.

Una sucesión de templos, santuarios, estatuas, imágenes esculpidas en piedra y complejas tallas en madera de figuras correspondientes al vasto y complejo conjunto de deidades hinduistas y budistas, se reparten a lo largo y ancho de esta plaza de ladrillo rojo, donde pasear es uno de los placeres más recomendables de la visita al valle de Kathmandú.


Durbar Square es el recinto principal que reúne la mayor parte de las visitas de los turistas y viajeros que llegan a la ciudad. Son pocos los que salen de ella para adentrarse en las calles de la zona histórica. Y sin embargo, detrás de cada esquina hay nuevas sorpresas. Es frecuente encontrar pequeños santuarios en patios interiores de un conjunto de viviendas a las que se accede por una pequeña puerta, a veces casi escondida. Algunas casas mantienen un artesonado de madera trabajada a mano con todo tipo de detalles religiosos. Las puertas y ventanas,  agrietadas por el paso de los años… o los siglos, componen un catálogo de deidades a mitad de camino entre lo humano, lo divino y el reino animal, con figuras tan extravagantes como coloridas. 

Dejándome llevar de calle en calle, aparecen colgados de la pared unos pliegos de papel con oraciones impresas. Unos pocos metros más allá, una pequeña puerta anuncia The Peacock Shop con un cartel escrito a mano en el que se describe el proceso de fabricación del papel. Solo el nombre invita a entrar. Nada en el exterior hace que este lugar parezca una tienda. La curiosidad me arrastra dentro. No hay nadie… o así al menos aparenta ser. 

Unas estanterías, con todo tipo de productos fabricados en pasta de papel, recubren por completo las paredes de la estancia, cuyo espacio interior está, así mismo, íntegramente ocupado por mesas sobre las que descansan innumerables grabados de todo tipo y tamaño, calendarios, libros, tarjetas de felicitación, pliegos de papel de diferentes colores, cuadernillos, estampas, sobres, papel de cartas, …

Paso un buen rato paseando entre las mesas hasta que algo me llama la atención. Tomo entre mis manos un pliego con un grabado de un carro de procesiones religiosas, muy semejante al que acabo de ver en la plaza. Al instante aparece tras de mí un hombre. Me giro al escuchar su tenue susurro explicándome de qué se trata la imagen. Alto, con el típico “palpali topi”, el gorrito nepalí que lucen casi todos los hombres (ya no los jóvenes), unas gafas de pasta oscura y una sonrisa franca dibujada por unos finísimos labios. Un terno de gris gastado mimetiza su figura en el conjunto de la tienda. Podría ocultarse entre sus pliegos sin ser visto. Seguro que ha estado ahí todo el tiempo sin que yo haya percibido su presencia. Aprovecho la oportunidad 
para preguntarle sobre la tienda, sus productos, el proceso de fabricación de la pasta, los tintes, la forma de grabar. El hombre atiende todas mis inquietudes con atenta calma, llevándome de un lugar a otro para explicarme los detalles más curiosos de algunos de sus productos. Al cabo de un rato me dice, “ven, sígueme”. Entonces entramos en otra dimensión. Un pasillo conduce a una sala estrecha pero muy larga. A la entrada, una talla de un elefante de algo más de un metro de altura, con extraordinarios detalles ornamentales, perfectamente trabajada, oculta una segunda ligeramente más pequeña, pero igual de bella.

¿Por qué tienes esta talla aquí? ¡Es una joya!

Las hago en mi tiempo libre, cuando me aburro. Tengo muchas. Aquí solo hay algunas. Pero ven. Sube por aquí.

Cruzamos la sala entre todo tipo de cachivaches, herramientas y resmas de papel apiladas contra las paredes, de todos los colores imaginables y diferente composición, unas son lisas, otras tienen pétalos de flores prensadas junto con la pulpa, o hilos de diferentes texturas. Unas escaleras nos conducen al piso superior donde se abre una estancia completamente vacía de elementos relacionados con el lugar, pero resulta llamativo que todos los elementos de la construcción en madera se encuentran trabajados hasta el más mínimo detalle, cada una de las columnas, los espacios entre ellas, las ventanas, las puertas… albergan tallas con todo tipo de figuras.

Mi asombro no tiene límites y mi improvisado guía lo sabe. No soy el primer viajero que recorre estas salas. Un piso más arriba se repite el escenario de dioses tallados y columnas decoradas. Incluso las vigas del techo presentan detalles ornamentales de grandísima calidad.

“Mi casa está en la tercera y cuarta planta. Aquí vivo con parte de mi familia. Algún día bajaré a ocupar estas habitaciones”.

Me ha dejado sin palabras.

Descendemos y me lleva por un pasillo a una esquina, donde un hombre está trabajando con una antiquísima prensa, en la impresión de una figura sobre una muestra de papel.


Calibra la posición exacta que debe ocupar con unos pequeños alfileres. Me le quedo observando un buen rato. Realiza su trabajo con absoluta precisión, pero lo más llamativo es que carece por completo de prisa alguna por terminar de cuadrar el grabado. Prueba una y otra vez, un milímetro arriba, medio abajo, un poco más de presión, media vuelta menos, coge el papel, lo mira, lo vuelve a colocar, acciona la prensa, lo extrae de nuevo para repetir el proceso completo de nuevo, … El tiempo no existe.

En otra habitación, dos hombres, sentados frente a frente a ambos lados de una mesa baja, imprimen a mano en uno pliegos de papel los ojos de Buda. Pliego a pliego, con tanta parsimonia como cuidado, con tanta clama como atención.

Recorro el camino de vuelta, aunque siento tener que salir. Volvería de nuevo a cada uno de los espacios visitados. Al regresar a la tienda compro el grabado del carro de oraciones y alguna cosa más para tratar de compensar el regalo de la visita.

Aún vuelvo la mirada por toda la sala tratando de advertir algún nuevo detalle que se me ha escapado, alguna sorpresa más que admirar. Es entonces cuando me parece ver, entre los pliegos de papel, unos ojos de Buda parpadeando risueños, tal vez un guiño: Unas mariposas aleteando en su regreso a su estantería después de un breve vuelo de reconocimiento. Una flor de loto deslizándose lentamente por la corriente de un pequeño arroyo.

Este lugar no solo es una imprenta. Es el hogar de la magia.


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