Es muy temprano por la mañana. Hace frio. A esta hora, donde el silencio todavía impera, una escarcha helada convierte el camino en una ruidosa alfombra que cruje a cada paso, rompiendo miles de pequeñísimos cristales formados apenas unas horas antes y que, al poco, volverán a desaparecer.
La luz es muy tenue aún. Aquí las
montañas son muy altas y el amanecer se abre paso entre sus cumbres lentamente.
Un color gris azulado baña todo el valle, sin sombras, apenas sin colores, sin
contrastes.
El monasterio aún queda algo
lejos, pero caminado a este paso no tardaré en alcanzar su entrada. Escucho
mi respiración que, junto con mis pisadas y el roce de las mangas de la
chaqueta crean una base rítmica que me acompaña. El vaho de mi aliento aparece
y se desvanece. Me siento feliz.
La claridad aumenta. Un halo de luz intensa se recorta tras la figura del último pico que cierra el valle por el este. Y de pronto, ocurre. El primer rayo de sol impacta en la cubierta de chapa del templo que multiplica instantáneamente su brillo y lo refleja a su alrededor. Sonrío como un niño que ha ganado una apuesta. Por una vez acerté el cálculo. Llegué a tiempo.
Entro por el pórtico de acceso al
monasterio y me quito las botas en el patio de la entrada. La puerta del templo está abierta. Con una
extraña sensación de inseguridad, temor e incertidumbre cruzo el umbral. Siento
un profundo respeto. No quisiera transgredir ninguna norma ni molestar a nadie
en su rezo. Me detengo unos pocos pasos más allá de la puerta sin apenas
percibir nada. Mis ojos aún tienen que recuperarse del impacto de la luz y
acostumbrase a esta recogida oscuridad. Apenas veo y tampoco escucho sonido
alguno, pero enseguida puedo percibir el inconfundible olor de unas ramitas de
enebro que arden en uno de los altares, mezclado con el acre de la grasa de nuk
que alimenta decenas de lamparillas repartidas al pie de diferentes imágenes de
dioses y que empiezo a vislumbrar.
En pocos minutos mis ojos se han
acostumbrado a la estancia.
Volutas de humo se elevan desde cada una de las velitas. Me acerco lentamente unos pasos más. Basta ese pequeño movimiento para que comiencen a bailar, desplazándose caprichosamente hacia los lados. Muevo ligeramente una mano por encima de una de ellas, que se despereza, me envuelve. Me está acariciando. Me da la bienvenida.
Por un ventanuco situado en la parte más alta de la habitación entra algo de claridad. Distingo los colores que adornan la iconografía tibetana, un arco cromático que oscila entre el granate, rojo, naranja azafrán y amarillo. El haz de luz atraviesa un campo de diminutas motas de polvo que se burlan de la gravedad negándose a caer. Lo cruzo y genero un torbellino, un cataclismo microcósmico en el orden del templo.
Las paredes están adornadas de
tankas, telas, banderas de oración, imágenes de dioses en sus más variadas
manifestaciones.
El tiempo no existe aquí dentro.
Así, como es hoy, fue ayer, hace diez años y hace cien.
Así debería ser mañana, dentro de
diez años y dentro de otros cien.
De pronto escucho un inesperado
carraspeo que surge entre las tinieblas de una esquina del fondo. Pensando que
estaba solo, me pego un susto de muerte. Giro hacia el lugar de donde proviene
el ruido y veo un joven monje que se levanta y con ojos pícaros me sonríe y me
saluda:
- - Buenos días y bienvenido.
- Buenos días. Lo siento. No quería molestarle.
Solo deseaba estar un momento en el interior del templo antes de seguir camino-
trato de justificarme-.
- Es una gran idea – me contesta – Disfruta
de tu estancia y si deseas alguna explicación solo tienes que pedírmela.
- Gracias. Solo estaré un momento más.
Comprendo por su expresión, sus
palabras y su comportamiento, que muchos otros viajeros se levantan de noche
para visitar este templo al amanecer. Camino con precaución, muy despacio. Mis
sentidos recogen cuanta información soy capaz de retener. Olores, colores y
sonidos. Un siseo acompaña el rumor del monje que ha comenzado una monótona
letanía acompañada de su molinillo de oración.
Sobre una pequeña estantería se
apilan con esmerado orden una serie de libros de extraño formato. Son gruesos y
mucho más anchos que altos. Me detengo a observarles. Justo en el momento en el
que voy a levantar una mano para pasar mis dedos por su cubierta de envejecido
y ajado cuero, el monje aparece de nuevo a mi espalda.
- - Es un libro de oraciones. Proviene del Tibet.
De los pocos que se salvaron de la represión. Tiene más de mil años. Déjame que
te lo muestre yo, pero te pido que no lo toques.
El monje abre la cubierta y con
un cuidado reverencial pasa dos o tres hojas de un papel tan fino que parece
que podría quebrarse con solo un ligero soplido. Las páginas están cubiertas
por completo de texto con algunos dibujos en sus bordes. Instantes después lo cierra,
lo envuelve en una khata de seda y se retira lentamente de nuevo al fondo de la
habitación.
Me detengo constantemente a
captar todos los detalles. No quiero irme sin absorber cada centímetro cúbico
de este lugar. Quiero aprenderlo. Quiero aprehenderlo. Llevarme para siempre
dentro de mí este momento de absoluta serenidad, equilibrio, bienestar y paz.
Ese es el verdadero tesoro inmaterial
que guarda y protege este lugar.
Pero llega el momento.
Me dirijo hacia la puerta y dejo
unos billetes en la caja de ofrendas. Al girarme para despedirme del monje no
le veo. Ha desaparecido de la estancia sin que me haya dado cuenta.
Salgo de nuevo al exterior. Trato
de atarme los cordones de las botas, pero me tiemblan los dedos. Me tomo un
respiro. Cierro los ojos y trato de volver a la realidad. ¿Cuánto tiempo he
estado en el interior del templo? ¿Esto ha sido real?
El sol baña por completo el
valle. Mis compañeros de viaje estarán preguntándose donde me he metido. Va a
tocar correr.
Han transcurrido ya más de
siete años desde que visité aquél lejanísimo monasterio. La intensidad con la
que traté de captar todos y cada uno de los estímulos y las sensaciones que
percibí me permite evocar el momento y volver a sentirlas tal como las experimenté allí.
En ocasiones, en situaciones cotidianas
donde me dejo llevar por la irritación, el temor, la angustia… vuelvo allí.
Y todo sigue dentro, en el
mismo sitio: El rayo de luz, las motas de polvo, las velas, el libro, el
enebro, el monje, …
Y todo sigue de la misma forma:
Serenidad, equilibrio, bienestar y paz.
Me traje conmigo una pequeña parte del tesoro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario