Mientras comíamos, Bire, nuestro guía, había hecho un comentario jocoso acerca de las instalaciones del hotel. “Esta noche descubriréis que es un hotel de cinco estrellas. No tenéis más que mirar al techo”. En ese momento, sentados a la mesa y sin participar en la conversación de mis compañeros, me dio por pensar en que, al margen de la broma de Bire, en efecto, este hotel se merecía las cinco estrellas. Tal vez un par de ellas más. Levantar en este lugar una edificación con piedras, tablas y plásticos para dar alojamiento a los viajeros, mantener una estancia medianamente caliente sin más combustible que las deyecciones de los yaks y algo de leña, alimentarles a diario, tener agua y luz…era un reto muy difícil. La falta absoluta de cualquier tipo de comodidad era reemplazada con creces por el paisaje en el lugar en el que nos encontrábamos y por las expectativas de contemplar de nuevo la colosal mole del Kanchenjunga, esta vez por su cara sur. El cielo, las nubes, las cumbres de las montañas, el hielo, las rocas…, componían un horizonte difícilmente igualable.
Había estado haciendo fotos poco
antes de acostarme y tenía la intención de repetir por la noche, pero solo
pensar en salir del saco al frio de la madrugada me hacía posponer una canción
más la decisión. En algún momento me debí quedar dormido porque ahora, los ronquidos me habían despertado. La
música no sonaba, los auriculares estaban perdidos por algún lado. Encendí la
luz del reloj: las dos y cuarto. Sería ahora o nunca. Tendría que salir a ver
el cielo estrellado, tal vez sería la última oportunidad, mañana podría estar
nublado, la luna creciente apagaría las estrellas, sería solo un momento, ¡con lo calentito que estaba ahora! …
¡Sal, caramba! ¡Sal de una vez!
Dicho y hecho. Abrí los cordones y saqué los brazos. De dos rápidas sacudidas estaba fuera del saco. Me calcé
las botas sin atar y me puse un forro. Cogí la cámara que
previamente había dejado preparada en una esquina de mi catre. No hacía falta
encender la linterna. En tan poco espacio no podía equivocarme. Abrí la puerta
con todo el cuidado para no despertar a mis compañeros y salí al exterior.
Una densa escarcha cubría toda la
pradera y mis pisadas quebraban ruidosamente los infinitos cristales de hielo
que la adornaban como un oscuro manto plateado.
Alcé la vista hacia el cielo.
Recortado por las cumbres de las
montañas, en el fondo negro aparecían miles de estrellas. Pasaron unos minutos
y la vista se fue acostumbrando a esa oscuridad. Cuanto más profundamente
miraba hacía arriba, más estrellas iban compareciendo.
Giré sobre mí mismo para abarcar
todo mi campo visual. El infinito sobre mi cabeza.
Miles de puntos. Miles de
estrellas.
Si de día el paisaje era
portentoso, por la noche era sobrecogedor. El silencio, la negrura, la quietud,
la soledad, ese inmenso vacío completamente lleno.
Fijé la vista en un punto
concreto y, detrás de las primeras, aparecían otras, más tenues, más lejanas, a veces un sutil parpadeo.
Por un momento sentí vértigo solo de pensar que aquello que contemplaba no era
más que una minúscula parte de lo que había más allá. En aquél infinito mapa de
puntos de luz, tracé líneas y curvas, busqué una osa grande y otra pequeña, a
Orión y sus perros de caza, princesas, dragones espadas, arcos y flechas. Identifiqué
constelaciones, imaginé órbitas, adiviné entre los parpadeos de un extremo de
la vía láctea una puerta hacia los universos paralelos. Un par de estrellas fugaces, se detuvieron un instante para hacerme un guiño antes de salir disparadas y
apagarse un soplo después. Las nebulosas jugaban a cambiar de colores. Una
enana blanca desapareció dentro de un agujero negro mientras en algún otro
lugar del infinito, una enana negra lo haría dentro de uno blanco. Cosas del equilibrio del
cosmos. Y detrás de todo aquello aún imaginé más.
Fue entonces, al vislumbrar la
magnitud del firmamento, al ser consciente de las proporciones infinitesimales
de mi propia presencia y de mi fugaz existencia, cuando me sentí más grande.
La plenitud de la consciencia.
No sé cuánto tiempo estuve allí
mirando hacia el cielo, pero de pronto me di cuenta del intenso dolor que sentía en los
dedos de mis manos. Miré la cámara que sostenía entre ellos y sonreí pensando
cómo podía haber sido tan idiota de cogerla. Hay cosas que no se pueden
fotografiar. Igual que, tal vez un buen escritor sería capaz de describir esta
visión, un buen fotógrafo, con tiempo y un buen equipo, hubiera podido
recogerla en una imagen, pero lo que estaba sintiendo, ni una foto ni
estas torpes palabras son capaces de describirlo.
Me resistí un minuto más antes de
regresar. Después me encaminé hacia el refugio, entré, cerré la puerta con cuidado,
dejé la cámara, me quité las botas y el forro, y me apresuré a meterme en el
saco. Lo cerré por completo ...salvo una rendija.
Allí, hecho un ovillo,
helado de frio, con las manos como témpanos entre los muslos de mis piernas
para tratar de hacerlas volver en sí, cerré muy fuerte los ojos.
Mientras mis
compañeros roncaban ruidosamente, ante mí se abría todo el firmamento.
Y así volví a quedarme dormido,
dándome un paseo por las estrellas.
Tres enhorabuenas te doy: primero por ser capaz de llegar hasta allí y contemplar ese firmamento infinito sin contaminación. Segundo como ser humano que tiene la sensibilidad para ser consciente del momento que vive y disfrutar esas sensaciones. Y tercero, por tu estilo de recogerlas y plasmarlas en este maravilloso cuaderno digital y compartirlo porque a mi, me haces estar allí contigo, de alguna mágica manera me lo transmites. Enhorabuena Angel y muchas gracias.
ResponderEliminarTres veces te doy las gracias entonces: por leerlo despacio para entenderlo. Por la sensibilidad de vivirlo solo desde las palabras. Y por escribir este precioso comentario que me anima a continuar buscando en la memoria para dar forma a más historias. Muchas, muchas, muchas gracias.
EliminarTuve suerte. Te encontré. Y conocía tus planes, tus ganas de ese instante infinito. Me describiste esta escena antes de vivirla, la buscaste, llegaste a la cima, la creaste, la disfrutaste, la compartes y hasta el frío y la inmensidad se sienten. Volviste. Y me trajiste un diamante, precioso, de un plateado incomparable. Esa pieda, ahora entre mis manos, la miras y guarda, refleja y contiene todo ese firmamento de estrellas y mucho más. Es mágica. Como tú, como el todo en ese instante. Mis gracias para ti, Ángel, también son infinitas.
ResponderEliminarPrecioso cielo, Ángel.
ResponderEliminarNo hay duda, "los hoteles " con más estrellas son los mejores.
Elizabet