domingo, 14 de enero de 2024

UN HOTEL DE SIETE ESTRELLAS: "THE SNOW HOME RAMCHE HOTEL". SEGUNDA PARTE: LA NOCHE.

 



Hacía frio. Mucho frio. Me había metido en el saco con doble capa térmica de ropa y un grueso par de calcetines, pero además había apretado bien las cuerdas del "cuello" y de la “capucha” del saco para impedir que el frio entrara dentro.  Tan solo había dejado una rendija por donde respirar y ver algo que no fuera negro: un mecanismo de seguridad de los que padecemos claustrofobia. Con los auriculares puestos, pasaban los minutos y las canciones. Con ellas, la noche. De fondo, como complemento de la música, escuchaba el inevitable coro nocturno de ronquidos que me acompañaba desde que comenzamos el viaje, sumados, desde varios días atrás por otro, no menos ruidoso, de toses.

 

Mientras comíamos, Bire, nuestro guía, había hecho un comentario jocoso acerca de las instalaciones del hotel. “Esta noche descubriréis que es un hotel de cinco estrellas. No tenéis más que mirar al techo”. En ese momento, sentados a la mesa y sin participar en la conversación de mis compañeros, me dio por pensar en que, al margen de la broma de Bire, en efecto, este hotel se merecía las cinco estrellas. Tal vez un par de ellas más. Levantar en este lugar una edificación con piedras, tablas y plásticos para dar alojamiento a los viajeros, mantener una estancia medianamente caliente sin más combustible que las deyecciones de los yaks y algo de leña, alimentarles a diario, tener agua y luz…era un reto muy difícil. La falta absoluta de cualquier tipo de comodidad era reemplazada con creces por el paisaje en el lugar en el que nos encontrábamos y por las expectativas de contemplar de nuevo la colosal mole del Kanchenjunga, esta vez por su cara sur. El cielo, las nubes, las cumbres de las montañas, el hielo, las rocas…, componían un horizonte difícilmente igualable. 

Atendiendo el comentario de Bire y por la rendija del saco, me dediqué buscar agujeros en el plástico que tenía sobre mi cabeza entre las tablas del techo. No resultó difícil porque no solo eran viejos, sino que, además, no estaban colocados cubriendo toda el espacio, de manera que entre láminas quedaban amplios huecos por donde se dejaban ver las tablas de la cubierta y ahí, entre las uniones de unas y otras, se adivinaban algunas estrellas. Una, dos, … tres, … siete…

Había estado haciendo fotos poco antes de acostarme y tenía la intención de repetir por la noche, pero solo pensar en salir del saco al frio de la madrugada me hacía posponer una canción más la decisión. En algún momento me debí quedar dormido porque ahora, los ronquidos me habían despertado. La música no sonaba, los auriculares estaban perdidos por algún lado. Encendí la luz del reloj: las dos y cuarto. Sería ahora o nunca. Tendría que salir a ver el cielo estrellado, tal vez sería la última oportunidad, mañana podría estar nublado, la luna creciente apagaría las estrellas, sería solo un momento, ¡con lo calentito que estaba ahora! …

¡Sal, caramba! ¡Sal de una vez!

Dicho y hecho. Abrí los cordones y saqué los brazos. De dos rápidas sacudidas estaba fuera del saco. Me calcé las botas sin atar y me puse un forro. Cogí la cámara que previamente había dejado preparada en una esquina de mi catre. No hacía falta encender la linterna. En tan poco espacio no podía equivocarme. Abrí la puerta con todo el cuidado para no despertar a mis compañeros y salí al exterior.

Una densa escarcha cubría toda la pradera y mis pisadas quebraban ruidosamente los infinitos cristales de hielo que la adornaban como un oscuro manto plateado.

Alcé la vista hacia el cielo.

Recortado por las cumbres de las montañas, en el fondo negro aparecían miles de estrellas. Pasaron unos minutos y la vista se fue acostumbrando a esa oscuridad. Cuanto más profundamente miraba hacía arriba, más estrellas iban compareciendo.

Giré sobre mí mismo para abarcar todo mi campo visual. El infinito sobre mi cabeza.

Miles de puntos. Miles de estrellas.

Si de día el paisaje era portentoso, por la noche era sobrecogedor. El silencio, la negrura, la quietud, la soledad, ese inmenso vacío completamente lleno.

Fijé la vista en un punto concreto y, detrás de las primeras, aparecían otras, más tenues, más lejanas, a veces un sutil parpadeo. Por un momento sentí vértigo solo de pensar que aquello que contemplaba no era más que una minúscula parte de lo que había más allá. En aquél infinito mapa de puntos de luz, tracé líneas y curvas, busqué una osa grande y otra pequeña, a Orión y sus perros de caza, princesas, dragones espadas, arcos y flechas. Identifiqué constelaciones, imaginé órbitas, adiviné entre los parpadeos de un extremo de la vía láctea una puerta hacia los universos paralelos. Un par de estrellas fugaces, se detuvieron un instante para hacerme un guiño antes de salir disparadas y apagarse un soplo después. Las nebulosas jugaban a cambiar de colores. Una enana blanca desapareció dentro de un agujero negro mientras en algún otro lugar del infinito, una enana negra lo haría dentro de uno blanco. Cosas del equilibrio del cosmos. Y detrás de todo aquello aún imaginé más.

Fue entonces, al vislumbrar la magnitud del firmamento, al ser consciente de las proporciones infinitesimales de mi propia presencia y de mi fugaz existencia, cuando me sentí más grande.

La plenitud de la consciencia.

No sé cuánto tiempo estuve allí mirando hacia el cielo, pero de pronto me di cuenta del intenso dolor que sentía en los dedos de mis manos. Miré la cámara que sostenía entre ellos y sonreí pensando cómo podía haber sido tan idiota de cogerla. Hay cosas que no se pueden fotografiar. Igual que, tal vez un buen escritor sería capaz de describir esta visión, un buen fotógrafo, con tiempo y un buen equipo, hubiera podido recogerla en una imagen, pero lo que estaba sintiendo, ni una foto ni estas torpes palabras son capaces de describirlo.

Me resistí un minuto más antes de regresar. Después me encaminé hacia el refugio, entré, cerré la puerta con cuidado, dejé la cámara, me quité las botas y el forro, y me apresuré a meterme en el saco. Lo cerré por completo ...salvo una rendija.
Allí, hecho un ovillo, helado de frio, con las manos como témpanos entre los muslos de mis piernas para tratar de hacerlas volver en sí, cerré muy fuerte los ojos. 

Mientras mis compañeros roncaban ruidosamente, ante mí se abría todo el firmamento.

Y así volví a quedarme dormido, dándome un paseo por las estrellas.

 

 


4 comentarios:

  1. Tres enhorabuenas te doy: primero por ser capaz de llegar hasta allí y contemplar ese firmamento infinito sin contaminación. Segundo como ser humano que tiene la sensibilidad para ser consciente del momento que vive y disfrutar esas sensaciones. Y tercero, por tu estilo de recogerlas y plasmarlas en este maravilloso cuaderno digital y compartirlo porque a mi, me haces estar allí contigo, de alguna mágica manera me lo transmites. Enhorabuena Angel y muchas gracias.

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    1. Tres veces te doy las gracias entonces: por leerlo despacio para entenderlo. Por la sensibilidad de vivirlo solo desde las palabras. Y por escribir este precioso comentario que me anima a continuar buscando en la memoria para dar forma a más historias. Muchas, muchas, muchas gracias.

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  2. Tuve suerte. Te encontré. Y conocía tus planes, tus ganas de ese instante infinito. Me describiste esta escena antes de vivirla, la buscaste, llegaste a la cima, la creaste, la disfrutaste, la compartes y hasta el frío y la inmensidad se sienten. Volviste. Y me trajiste un diamante, precioso, de un plateado incomparable. Esa pieda, ahora entre mis manos, la miras y guarda, refleja y contiene todo ese firmamento de estrellas y mucho más. Es mágica. Como tú, como el todo en ese instante. Mis gracias para ti, Ángel, también son infinitas.

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  3. Precioso cielo, Ángel.
    No hay duda, "los hoteles " con más estrellas son los mejores.
    Elizabet

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