Entre Cheram (3.870 m) y Ramche (4.580 m) no hay mucha
distancia. Tampoco un gran desnivel. Cuatro horas de caminar relajado valle
arriba remontando las gélidas aguas del Simbuwa Khola, parando varias veces a
descansar y muchas otras a contemplar las montañas y a hacer fotografías.
Ese día no era necesario madrugar para salir pronto. Al
contrario. Esperamos a que el sol bañara de luz y calor el valle para desayunar
en una mesa colocada en el exterior del lodge en el que habíamos pasado la noche.
Allí fuera, el pan tibetano, la tortilla y el té sabían mucho mejor. No había
prisa.
Es perfectamente posible realizar un trayecto desde Cheram
hasta Yalung, el final del camino para los senderistas que quieren acercarse a la cara
sur del Kanchenjunga y regresar a dormir a este mismo lugar sin necesidad de
hacer noche en Ramche. Es una larga caminata, pero si no dispones de días
suficientes, es mejor opción que abandonar y perderse la visita a esta zona.
Pero no teníamos prisa alguna. Más bien al contrario, estábamos terminando
nuestros días en la zona de las montañas y se hacía cada vez más necesario
disfrutar de todos los momentos que nos brindaba el camino.
Llegamos a Ramche a la hora del “lunch” en el único lugar que existe allí para pasar la noche: el Snow Home Hotel. La recepción al lugar la brinda una cría de yak de lo más cariñoso. Se sienta entre nosotros y no para de cabecear para que le acaricies la peluda y esponjosa testuz.
El “hotel” lo componen dos dependencias. Por un lado, está el hogar que, como casi siempre, es además la zona privada de los propietarios. Allí cocinan, viven y duermen. Es el único lugar donde se enciende una lumbre escasamente alimentada por algo de leña subida a hombros de porteador y por las deyecciones de los yaks, después de pasar un largo proceso de secado, colocadas cuidadosamente sobre todas las rocas de los alrededores y las paredes de las dos construcciones.
Por debajo de la cubierta de madera, y apoyadas directamente en los muros hay más tablas distribuidas irregularmente, soportando unos plásticos que, además de tratar de aislar la estancia, deben evitar que, en caso de lluvia, el agua caiga directamente sobre los huéspedes, algo bastante improbable a la vista de los agujeros que presentan.
Después de comer, subimos la morrena del glaciar para
disfrutar de un paisaje espectacular. El viento sopla y es muy frio, así que
casi todos regresan al lodge. Los que nos quedamos recibimos una inesperada recompensa:
el aire se queda en calma y con él detenido, todo parece serenarse. Hasta las
banderas de oración, de un algodón tan fino que cualquier brisa las agita,
detienen su incesante tarea de dispersar sus mantras a los cuatro vientos y cuelgan, por fin,
tranquilas y silenciosas. Toda la inmensidad que compone nuestro horizonte parece
prepararse para despedir la luz y abrazar la oscuridad, para dar por cumplido
otro día más en el infinito devenir del tiempo allí donde éste apenas cuenta, donde
el reloj es un instrumento tan inútil como ridículo es el calendario.
Aún el sol, ocultándose entre las cumbres de las montañas, nos regala un atardecer lleno de matices, en un juego de luces representado a diario, siempre diferente, entre el astro, las nubes, las rocas y el hielo de las montañas.
Colores tan sutiles como fugaces, que se desvanecen acariciando
cada roca con una última pincelada de luz.
Consciente de haber vivido una de esas experiencias que se
recuerdan siempre, poco quedaba por hacer en la oscuridad de aquel lugar. Así
que, después de cenar un generoso tazón de sherpa stew bien caliente,
decidí irme al saco. Sabía que no podría dormirme hasta dos o tres horas
después, pero también, que dentro estaría mucho más calentito y podría
disfrutar con los auriculares de algunas canciones que me acompañasen en el
duermevela.
Poco imaginaba yo que aún esa noche, en este hotel, aún quedaban más
emociones por vivir.
Excelente narración. Estoy deseando leer la siguiente entrega. Enhorabuena
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