La
muchacha lleva un vestido blanco. Sobre sus delgados hombros cuelga una
chaquetita azul y cubre su cabeza, como casi todos los nativos, con una ligera
tela blanca, con un ribete también azul. Es muy joven, no más de dieciocho
años. Su mirada, a través de unos preciosos ojos de color castaño claro, es
serena, aunque le acompaña un gesto en el que se podría encontrar una mezcla
indeterminada de cansancio, resignación, desesperación y tal vez, una súplica:
hoy nosotros somos su sustento. De nuestra generosidad dependen tanto ella como
su pequeño hijo y probablemente, unos cuantos hermanos que, como ella, estarán
buscándose la vida por las calles de la ciudad. Sansóm, nuestro guía, nos
traduce su conversación del amhárico.
Ella
va a ser la encargada de vigilar nuestro calzado en este laberinto de iglesias
y pasadizos. Tan pronto como cruzamos el umbral de la primera, recoge
nuestras botas y se aleja por un corredor lateral.
Las
iglesias de Lalibela constituyen uno de once bienes culturales o naturales, que
se encuentran en Etiopía, declarados Patrimonio de la Humanidad.
Aunque se desconoce la fecha exacta de su construcción (en sentido estricto, no
se trata de construcciones, sino de excavaciones en la roca), se supone que
datan de finales del siglo XII y comienzos de XIII durante el reinado de Gebra
Maskal Lalibela de quien, en su honor, toma el nombre la ciudad, anteriormente
llamada Roha.
Cuenta
la leyenda que el rey Lalibela, afectado por la conquista de los musulmanes de
la ciudad de Jerusalén, se propuso construir una nueva Tierra Santa en sus
dominios. Otra versión indica que Lalibela, entonces hermano del monarca
reinante, fue atacado por un enjambre de abejas que lo sumieron en un profundo
sueño, durante el cual, un ángel lo llevó al cielo y le mostró un conjunto de
iglesias excavadas en la roca con el mandato de que, a su regreso a la tierra,
lo llevara a cabo a imagen de lo revelado. Cuando su hermano abdicó a su favor,
se puso en faena a cumplir el divino mandato.
Existe,
así mismo, un completo sistema de drenaje para evacuar las aguas de lluvia en
un laberinto de canales que se extiende por todo el conjunto.
Los
fieles, muy numerosos al mediodía, entran a los templos con la cabeza y los
hombros cubiertos por una tela blanca. Rezan brevemente algunas oraciones,
dejan unas monedas y salen de nuevo al exterior perdiéndose en el tumulto por
los estrechos pasadizos que conectan unas iglesias con otras.
El interior de casi todas ellas es oscuro. Cuesta un tiempo acostumbrar la vista. Algunas están profusamente decoradas con frescos, de igual manera que otras aparecen por completo desnudas de ornamentos. En las primeras, se recogen imágenes de figuras religiosas, animales, pasajes bíblicos o históricos, con gran riqueza de detalles y muy llamativos por su colorido. También se pueden contemplar cruces y figuras de santos talladas directamente en la roca.
Recorrido
todo el sector noroeste de iglesias, nos disponemos a comer en alguno de los
lugares próximos que han proliferado a cuenta del incremento de visitantes en
los últimos años. La muchacha que nos acompaña se despide para ir a dar de
comer a su pequeño.
De
regreso nos está esperando. Recorremos el segundo sector, separado del primero
por el cauce artificial del rio Jordán, construido a la par que las iglesias
por mandato del rey Lalibela a su regreso de Jerusalén para mayor semejanza con Tierra Santa. Recorremos todas y cada
una de las estancias del conjunto. Hay mucha menos gente que por la mañana,
apenas unos cuantos extranjeros que, cámara en ristre, buscamos el reflejo del
sol que va declinando sobre estas piedras de un extraordinario color rojizo
mezclado con irisaciones naturales producidas por la alteración química de algunos
de los elementos que la componen.
La
“guardiana de nuestro calzado” nos sigue prudentemente a una cierta distancia.
Cuando termina la visita, Sansom coge unos billetes y se los entrega
a cambio de toda una jornada de cuidar nuestras botas. Se despide de nosotros
con una cálida sonrisa, un breve gesto de la mano y una ligera inclinación de
la cabeza. En sus ojos, como en el de tantas personas con las que nos hemos
cruzado en el viaje, confirmo ahora la primera impresión de la mañana: hay una
mezcla de tristeza, resignación y desesperanza. Tal
vez sea solo una interpretación personal: ella, igual que quien quiera
entenderlo, es consciente del enorme abismo que hay entre la vida en su país y
la de cualquier extranjero que viene desde muy lejos a visitar estos lugares.
Al
salir del recinto cruzamos a pie un trecho de la ciudad. En un chamizo de cañas adosado
a una casa, unos chavales juegan al futbolín. Ninguna de las figuras de madera
que representan a los jugadores está entera: faltan piernas, cabezas y brazos. Da igual. Es un partidazo. Mientras tanto, los más mayores se apiñan frente a una pantalla de televisión
con la máxima expectación. Se juega un importante Manchester City vs Chelsea.
Para algunas cosas no hay fronteras. No hay límites. Todos ellos saben cómo se
vive en el primer mundo. En la comparación se comprende su deseo de acercarse a
él.
Me
abruma el contraste. Salir de un entorno en el que todo parece ser igual desde
hace ochocientos o novecientos años a esta otra imparable realidad. De la
inamovible quietud de la sólida roca al mercantilismo más despiadado reflejado
a través de la pantalla de plasma de un televisor. Demasiado recorrido como
para asimilarlo en un instante.
Etiopía
ha perdido el 80% del turismo en los últimos cinco años. Tras la pandemia
originada por el Covid, la guerra larvada que languidece en los territorios del
norte, precisamente en donde se sitúa Lalibela, hacen difícil la llegada de
visitantes extranjeros. La muchacha que cuidaba nuestras botas y otros miles de
personas que atendían los negocios vinculados al turismo no tienen alternativa. ¿Qué habrá sido de ella? En la desesperación ¿a alguien puede sorprenderle que recorran miles de kilómetros
hasta la costa norte del continente y se suban a una patera?
Otras entradas sobre Etiopía:
Me tienes sorprendido. Aunque no he leído mucho, cuando he empezado a leer, me ha recordado a Delibes con sus descripciones. Después ha cambiado a una novela de viajes y después hemos pasado a una interesante narración de aventuras tipo Induana Jones. Cada vez me gusta más leer lo que escribes. Enhorabuena. Por cierto, ¿cuál era el nombre de la cuidadora de tus zapatos? Si tienes que volver a buscarla no podrás encontrarla. Saludos
ResponderEliminarSeguimos viajando contigo. Gracias Ángel!
ResponderEliminar