sábado, 29 de junio de 2024

LAS IGLESIAS DE LALIBELA

 


La muchacha lleva un vestido blanco. Sobre sus delgados hombros cuelga una chaquetita azul y cubre su cabeza, como casi todos los nativos, con una ligera tela blanca, con un ribete también azul. Es muy joven, no más de dieciocho años. Su mirada, a través de unos preciosos ojos de color castaño claro, es serena, aunque le acompaña un gesto en el que se podría encontrar una mezcla indeterminada de cansancio, resignación, desesperación y tal vez, una súplica: hoy nosotros somos su sustento. De nuestra generosidad dependen tanto ella como su pequeño hijo y probablemente, unos cuantos hermanos que, como ella, estarán buscándose la vida por las calles de la ciudad. Sansóm, nuestro guía, nos traduce su conversación del amhárico.

Ella va a ser la encargada de vigilar nuestro calzado en este laberinto de iglesias y pasadizos. Tan pronto como cruzamos el umbral de la primera, recoge nuestras botas y se aleja por un corredor lateral.

Las iglesias de Lalibela constituyen uno de once bienes culturales o naturales, que se encuentran en Etiopía, declarados Patrimonio de la Humanidad. Aunque se desconoce la fecha exacta de su construcción (en sentido estricto, no se trata de construcciones, sino de excavaciones en la roca), se supone que datan de finales del siglo XII y comienzos de XIII durante el reinado de Gebra Maskal Lalibela de quien, en su honor, toma el nombre la ciudad, anteriormente llamada Roha.

Cuenta la leyenda que el rey Lalibela, afectado por la conquista de los musulmanes de la ciudad de Jerusalén, se propuso construir una nueva Tierra Santa en sus dominios. Otra versión indica que Lalibela, entonces hermano del monarca reinante, fue atacado por un enjambre de abejas que lo sumieron en un profundo sueño, durante el cual, un ángel lo llevó al cielo y le mostró un conjunto de iglesias excavadas en la roca con el mandato de que, a su regreso a la tierra, lo llevara a cabo a imagen de lo revelado. Cuando su hermano abdicó a su favor, se puso en faena a cumplir el divino mandato.


Al margen de los mitos, la controversia sobre la duración del periodo de creación de este complejo religioso mantiene en desacuerdo a los expertos arqueólogos. Algunos piensan que parte de las iglesias fueron talladas varios siglos antes del reinado de Lalibela, inicialmente como palacios o fortalezas, sin motivo religioso alguno y que el monarca solo amplió el complejo con nuevos elementos. Otros defienden que, no solo comenzaron mucho antes del reinado de su promotor, sino que, además, se extendieron a lo largo de centurias con posterioridad a la muerte del rey. 
Otros rechazan la extendida leyenda de que fueron los caballeros templarios los que colaboraron con el rey en su construcción. En cambio, se ignora o se reviste de escasa credibilidad la creencia ancestral de muchos fieles que han venido a rezar entre los muros de estas iglesias: Lalibela contó con la ayuda celestial de un ejército de ángeles que continuaban, a lo largo de la noche, la labor que por el día realizaban los trabajadores locales.

Sea como fuere, con ángeles, caballeros templarios o fieles voluntarios, el trabajo de excavación sorprende desde el instante en el que se recorre el interior de la primera iglesia. Cada una de ellas está tallada en la roca de una sola pieza, primero excavando una profunda y ancha trinchera (que no lo parece tanto cuando te encuentras abajo) varios metros de profundidad, para dejar un paralelepípedo unido a la tierra solo por su base o por ésta y una cara lateral, para, posteriormente, esculpir en el interior del pétreo bloque cada una de las salas, pasillos, entradas, ventanas, pasadizos y todo tipo de adornos constructivos. Además, en los muros exteriores se encuentran con profusión tumbas, catacumbas y nichos donde se supone que habitaban ermitaños.

Existe, así mismo, un completo sistema de drenaje para evacuar las aguas de lluvia en un laberinto de canales que se extiende por todo el conjunto.

Visitamos el primer grupo de iglesias. En cada entrada nos descalzamos como es preceptivo por respeto al lugar sagrado. La muchacha forma parte de un corrillo de personas que se encuentra conversando. Cada uno de ellos atiende a un grupo de viajeros. A nuestra entrada, se apresura a recogernos el calzado, quedando a su cuidado. Conocedora de las posibles rutas que se presentan en el recorrido, siempre parece adivinar el momento y lugar oportuno en cualquiera de las salidas que tomamos para dar con nosotros. 

Los fieles, muy numerosos al mediodía, entran a los templos con la cabeza y los hombros cubiertos por una tela blanca. Rezan brevemente algunas oraciones, dejan unas monedas y salen de nuevo al exterior perdiéndose en el tumulto por los estrechos pasadizos que conectan unas iglesias con otras.

El interior de casi todas ellas es oscuro. Cuesta un tiempo acostumbrar la vista. Algunas están profusamente decoradas con frescos, de igual manera que otras aparecen por completo desnudas de ornamentos. En las primeras, se recogen imágenes de figuras religiosas, animales, pasajes bíblicos o históricos, con gran riqueza de detalles y muy llamativos por su colorido. También se pueden contemplar cruces y figuras de santos talladas directamente en la roca.

Casi todas cuentan con una sala custodiada por un monje, completamente oculta por grandes cortinajes con imágenes santas. Supuestamente, tras ellas se esconden y protegen valiosas reliquias mucho más antiguas que las propias iglesias.

Recorrido todo el sector noroeste de iglesias, nos disponemos a comer en alguno de los lugares próximos que han proliferado a cuenta del incremento de visitantes en los últimos años. La muchacha que nos acompaña se despide para ir a dar de comer a su pequeño.

De regreso nos está esperando. Recorremos el segundo sector, separado del primero por el cauce artificial del rio Jordán, construido a la par que las iglesias por mandato del rey Lalibela a su regreso de Jerusalén para mayor semejanza con Tierra Santa. Recorremos todas y cada una de las estancias del conjunto. Hay mucha menos gente que por la mañana, apenas unos cuantos extranjeros que, cámara en ristre, buscamos el reflejo del sol que va declinando sobre estas piedras de un extraordinario color rojizo mezclado con irisaciones naturales producidas por la alteración química de algunos de los elementos que la componen.


La “guardiana de nuestro calzado” nos sigue prudentemente a una cierta distancia. Cuando termina la visita, Sansom coge unos billetes y se los entrega a cambio de toda una jornada de cuidar nuestras botas. Se despide de nosotros con una cálida sonrisa, un breve gesto de la mano y una ligera inclinación de la cabeza. En sus ojos, como en el de tantas personas con las que nos hemos cruzado en el viaje, confirmo ahora la primera impresión de la mañana: hay una mezcla de tristeza, resignación y desesperanza. 
Tal vez sea solo una interpretación personal: ella, igual que quien quiera entenderlo, es consciente del enorme abismo que hay entre la vida en su país y la de cualquier extranjero que viene desde muy lejos a visitar estos lugares. 

Al salir del recinto cruzamos a pie un trecho de la ciudad. En un chamizo de cañas adosado a una casa, unos chavales juegan al futbolín. Ninguna de las figuras de madera que representan a los jugadores está entera: faltan piernas, cabezas y brazos. Da igual. Es un partidazo. Mientras tanto, los más mayores se apiñan frente a una pantalla de televisión con la máxima expectación. Se juega un importante Manchester City vs Chelsea. Para algunas cosas no hay fronteras. No hay límites. Todos ellos saben cómo se vive en el primer mundo. En la comparación se comprende su deseo de acercarse a él.

Me abruma el contraste. Salir de un entorno en el que todo parece ser igual desde hace ochocientos o novecientos años a esta otra imparable realidad. De la inamovible quietud de la sólida roca al mercantilismo más despiadado reflejado a través de la pantalla de plasma de un televisor. Demasiado recorrido como para asimilarlo en un instante.

Etiopía ha perdido el 80% del turismo en los últimos cinco años. Tras la pandemia originada por el Covid, la guerra larvada que languidece en los territorios del norte, precisamente en donde se sitúa Lalibela, hacen difícil la llegada de visitantes extranjeros. La muchacha que cuidaba nuestras botas y otros miles de personas que atendían los negocios vinculados al turismo no tienen alternativa. ¿Qué habrá sido de ella? En la desesperación ¿a alguien puede sorprenderle que recorran miles de kilómetros hasta la costa norte del continente y se suban a una patera?

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EL HOMBRE BAJO LA MANTA


2 comentarios:

  1. Me tienes sorprendido. Aunque no he leído mucho, cuando he empezado a leer, me ha recordado a Delibes con sus descripciones. Después ha cambiado a una novela de viajes y después hemos pasado a una interesante narración de aventuras tipo Induana Jones. Cada vez me gusta más leer lo que escribes. Enhorabuena. Por cierto, ¿cuál era el nombre de la cuidadora de tus zapatos? Si tienes que volver a buscarla no podrás encontrarla. Saludos

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  2. Seguimos viajando contigo. Gracias Ángel!

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