Primero fue “aquello”.
De entrada, no encontraba la
manera de encajarlo en el entorno. Si había un lugar en la ciudad en donde,
quienes quiera que mandasen en ella, estaban haciendo un esfuerzo por dar una
imagen moderna y de cierto progreso, era éste. Que lo estuvieran consiguiendo
es otro cantar. Deambular por esas avenidas céntricas era encontrar un chocante
muestrario de modernas construcciones, cuyo conjunto hacía difícil entender que
hubieran sido levantadas siguiendo algún tipo de planificación, despreciando la
estética como atractivo o el orden como objetivo, sumando hormigón y cristal,
planta a planta, hasta alcanzar la mayor altura posible.
Salpicados entre ellos, como
restos de un pasado más acorde con la pobre realidad del país, quedaban algunos
edificios antiguos de una o dos plantas que a duras penas aún se mantenían en
pie, chamizos de los materiales más inverosímiles, cuyas fachadas golpeaban, a
pie de calle, la pretenciosa pulcritud de tiendas de moda, cafeterías, bancos y
oficinas de multinacionales, todo ello habitado por una bulliciosa población
que parecía más preocupada por demostrar su modernidad y estatus social que por
la realidad de lo que ocurría a pocas manzanas del flamante “new city center”.
Caminar sin rumbo fijo, sin un
mapa y sin intención alguna de encontrar algo en particular, te hace ir y venir
por lugares fuera de “lo visitable” y, en consecuencia, darte de bruces con la
realidad que no se puede esconder.
Y así vimos, por primera vez, “aquello”.
Adosado al muro de un solar y colocado sobre un bastidor de tubos metálicos, se
asentaba una estructura formada por un viejo y medio oxidado panel de chapa ondulada,
que un día debió formar parte de un vallado, doblada para darle forma de arcón
y rematada con sendos recortes que lo cerraban en ambos extremos. Uno de ellos,
la “puerta” disponía de un par de rudimentarias bisagras para facilitar el
acceso. Un habitáculo de no más (más bien menos) de dos metros cúbicos.
Resultaba extraño, fuera de
lugar, pero no cabía duda que “aquello” era una “vivienda”. Como poco, un
refugio. El antecedente necesario y más rudimentario de lo que en algunas de
las ciudades de los países más desarrollados y turísticos se ha dado en llamar
“Hotel-cápsula”. Una vez más, la hiriente demonstración de la paradoja de los
extremos que se vuelven a encontrar: la miseria de quien no tiene otro remedio
que habitar en un lugar así, frente a la opulencia de las ciudades saturadas de
turistas que se pueden permitir pagar una pequeña fortuna por tener acomodo – y
gozar de la claustrofóbica experiencia- en la más sofisticada evolución del
embrión original (eso sí, sin falta alguna de todas las comodidades modernas).
Con todo lo extraño que pudiera
resultar la “espontanea pieza de mobiliario urbano”, aún escondía un inesperado
complemento que confería un carácter privativo a aquél peculiar “nicho
habitable”. El elemento clave, la pieza mágica, el “ser o no ser”, o tal vez
sería mejor decir, el “tener o no tener” se disimulaba entre el reborde de la
puerta y la chapa lateral. Su pequeño tamaño y su color, mimetizado con la
lámina galvanizada, lo hacía pasar completamente inadvertido, pero ahí estaba
la diferencia entre en nivel 0 y el 1 en la escala de la vida de aquél lugar:
un minúsculo, insignificante e inapreciable dispositivo que significaba un gran
salto para el hombre que poseía … la llave de aquél preciado, humilde, sencillo
y frágil candado.
De lo que albergase el interior
de aquel habitáculo se pueden hacer todas las conjeturas que cada uno quiera,
aunque mejor sería ser prudentes. Por otros semejantes que pudimos ver (que no
fueron pocos) y que no tenían “puerta”, el contenido no era más que un amasijo en
completo desorden de telas, plásticos y sacos, es decir, a semejanza de lo que
ocurre en casi todas las especies que habitan el planeta: lo más parecido a un
nido. Un pequeño escondite del que refugiarse de las lluvias, abrigarse del
frio y pasar las horas de oscuridad de la noche al amparo de la más básica y
tosca protección.
Y si lo primero fue “aquello”, lo
segundo fue “aquél”.
Unos pasos más allá, recostado
contra el mismo muro, protegiéndose del frio suelo con un simple e insuficiente cartón y con una chaqueta sobre el cuerpo, un hombre dormía a la intemperie en
pleno día.
El nivel 0.
A pocos metros del cubículo de chapa, el candado cobraba
sentido y justificaba su existencia.
Cuentan de
un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba,
que sólo se
sustentaba / de unas hierbas que cogía.
¿Habrá otro,
entre sí decía, más pobre y triste que yo?;
y cuando el
rostro volvió / halló la respuesta, viendo
que otro
sabio iba cogiendo /las hierbas que él arrojó.
Y los versos de Don Pedro, que
con tanto cariño recuerdo de mi infancia recitados por mi padre, se hacían
carne en el teatro de la vida.