sábado, 9 de marzo de 2024

THE PEACOCK SHOP. EL HOGAR DE LA MAGIA

 


Bhaktapur está a unos pocos kilómetros del centro de Kathmandú. En sus inicios, hace siglos, ambas ciudades correspondían a reinos distintos. Actualmente, no existe apenas discontinuidad en las construcciones que las unen y que, junto con Patan, Kirtipur y Lalipur, forman un conjunto de poblaciones de carácter histórico con centros monumentales bien nutridos de antiquísimos templos dedicados al abundante, variado y colorido panteón hinduista y budista.

Cuenta la leyenda que el valle en el que se asientan estas ciudades fue un gran lago en el que vivían serpientes gigantes. Un día, el santo budista Manjushree (seguro que está representado en alguna imagen por alguno de estos templos) asestó un poderoso golpe con su espada en la ladera de una montaña abriendo una grieta por la que desapareció toda el agua, dejando tras de sí un fértil valle capaz de dar sustento a sus nuevos pobladores.

La entrada a Bhaktapur para los visitantes se hace, prácticamente de forma inevitable, por Durbar Square, la plaza donde se reúne casi toda la riqueza arquitectónica del lugar y un extraordinario ejemplo del esplendor de la dinastía de los reyes Malla a partir del siglo XIII cuyas construcciones rivalizaban en altura, complejidad y ornamentos con los de las otras ciudades próximas.

Una sucesión de templos, santuarios, estatuas, imágenes esculpidas en piedra y complejas tallas en madera de figuras correspondientes al vasto y complejo conjunto de deidades hinduistas y budistas, se reparten a lo largo y ancho de esta plaza de ladrillo rojo, donde pasear es uno de los placeres más recomendables de la visita al valle de Kathmandú.


Durbar Square es el recinto principal que reúne la mayor parte de las visitas de los turistas y viajeros que llegan a la ciudad. Son pocos los que salen de ella para adentrarse en las calles de la zona histórica. Y sin embargo, detrás de cada esquina hay nuevas sorpresas. Es frecuente encontrar pequeños santuarios en patios interiores de un conjunto de viviendas a las que se accede por una pequeña puerta, a veces casi escondida. Algunas casas mantienen un artesonado de madera trabajada a mano con todo tipo de detalles religiosos. Las puertas y ventanas,  agrietadas por el paso de los años… o los siglos, componen un catálogo de deidades a mitad de camino entre lo humano, lo divino y el reino animal, con figuras tan extravagantes como coloridas. 

Dejándome llevar de calle en calle, aparecen colgados de la pared unos pliegos de papel con oraciones impresas. Unos pocos metros más allá, una pequeña puerta anuncia The Peacock Shop con un cartel escrito a mano en el que se describe el proceso de fabricación del papel. Solo el nombre invita a entrar. Nada en el exterior hace que este lugar parezca una tienda. La curiosidad me arrastra dentro. No hay nadie… o así al menos aparenta ser. 

Unas estanterías, con todo tipo de productos fabricados en pasta de papel, recubren por completo las paredes de la estancia, cuyo espacio interior está, así mismo, íntegramente ocupado por mesas sobre las que descansan innumerables grabados de todo tipo y tamaño, calendarios, libros, tarjetas de felicitación, pliegos de papel de diferentes colores, cuadernillos, estampas, sobres, papel de cartas, …

Paso un buen rato paseando entre las mesas hasta que algo me llama la atención. Tomo entre mis manos un pliego con un grabado de un carro de procesiones religiosas, muy semejante al que acabo de ver en la plaza. Al instante aparece tras de mí un hombre. Me giro al escuchar su tenue susurro explicándome de qué se trata la imagen. Alto, con el típico “palpali topi”, el gorrito nepalí que lucen casi todos los hombres (ya no los jóvenes), unas gafas de pasta oscura y una sonrisa franca dibujada por unos finísimos labios. Un terno de gris gastado mimetiza su figura en el conjunto de la tienda. Podría ocultarse entre sus pliegos sin ser visto. Seguro que ha estado ahí todo el tiempo sin que yo haya percibido su presencia. Aprovecho la oportunidad 
para preguntarle sobre la tienda, sus productos, el proceso de fabricación de la pasta, los tintes, la forma de grabar. El hombre atiende todas mis inquietudes con atenta calma, llevándome de un lugar a otro para explicarme los detalles más curiosos de algunos de sus productos. Al cabo de un rato me dice, “ven, sígueme”. Entonces entramos en otra dimensión. Un pasillo conduce a una sala estrecha pero muy larga. A la entrada, una talla de un elefante de algo más de un metro de altura, con extraordinarios detalles ornamentales, perfectamente trabajada, oculta una segunda ligeramente más pequeña, pero igual de bella.

¿Por qué tienes esta talla aquí? ¡Es una joya!

Las hago en mi tiempo libre, cuando me aburro. Tengo muchas. Aquí solo hay algunas. Pero ven. Sube por aquí.

Cruzamos la sala entre todo tipo de cachivaches, herramientas y resmas de papel apiladas contra las paredes, de todos los colores imaginables y diferente composición, unas son lisas, otras tienen pétalos de flores prensadas junto con la pulpa, o hilos de diferentes texturas. Unas escaleras nos conducen al piso superior donde se abre una estancia completamente vacía de elementos relacionados con el lugar, pero resulta llamativo que todos los elementos de la construcción en madera se encuentran trabajados hasta el más mínimo detalle, cada una de las columnas, los espacios entre ellas, las ventanas, las puertas… albergan tallas con todo tipo de figuras.

Mi asombro no tiene límites y mi improvisado guía lo sabe. No soy el primer viajero que recorre estas salas. Un piso más arriba se repite el escenario de dioses tallados y columnas decoradas. Incluso las vigas del techo presentan detalles ornamentales de grandísima calidad.

“Mi casa está en la tercera y cuarta planta. Aquí vivo con parte de mi familia. Algún día bajaré a ocupar estas habitaciones”.

Me ha dejado sin palabras.

Descendemos y me lleva por un pasillo a una esquina, donde un hombre está trabajando con una antiquísima prensa, en la impresión de una figura sobre una muestra de papel.


Calibra la posición exacta que debe ocupar con unos pequeños alfileres. Me le quedo observando un buen rato. Realiza su trabajo con absoluta precisión, pero lo más llamativo es que carece por completo de prisa alguna por terminar de cuadrar el grabado. Prueba una y otra vez, un milímetro arriba, medio abajo, un poco más de presión, media vuelta menos, coge el papel, lo mira, lo vuelve a colocar, acciona la prensa, lo extrae de nuevo para repetir el proceso completo de nuevo, … El tiempo no existe.

En otra habitación, dos hombres, sentados frente a frente a ambos lados de una mesa baja, imprimen a mano en uno pliegos de papel los ojos de Buda. Pliego a pliego, con tanta parsimonia como cuidado, con tanta clama como atención.

Recorro el camino de vuelta, aunque siento tener que salir. Volvería de nuevo a cada uno de los espacios visitados. Al regresar a la tienda compro el grabado del carro de oraciones y alguna cosa más para tratar de compensar el regalo de la visita.

Aún vuelvo la mirada por toda la sala tratando de advertir algún nuevo detalle que se me ha escapado, alguna sorpresa más que admirar. Es entonces cuando me parece ver, entre los pliegos de papel, unos ojos de Buda parpadeando risueños, tal vez un guiño: Unas mariposas aleteando en su regreso a su estantería después de un breve vuelo de reconocimiento. Una flor de loto deslizándose lentamente por la corriente de un pequeño arroyo.

Este lugar no solo es una imprenta. Es el hogar de la magia.


domingo, 28 de enero de 2024

ÁRBOL, DE TI HARÉ…

 



Hacía algo más de diez años de la última vez que estuvo por allí, pero aún recordaba algunos detalles que le permitían acercarse a su destino sin temor a perderse. No quería sacar el gps del bolsillo para dejarse guiar. Un poco de amor propio y otro de aventurilla equilibraban esa desconfianza. No dudó en el lugar en que debía dejar el camino principal y adentrarse por el sendero que descendía hacia la cañada, pero ahora, no alcanzaba a recordar en qué momento debía dejar éste y, campo a través, caminar hacia el arroyo para alcanzar su destino. Tampoco le importaba dar una vuelta más larga; tener la oportunidad de caminar por el bosque era un regalo de los que no siempre podía disfrutar.

Estaba atardeciendo ya cuando reconoció la zona. Unos minutos más tarde se reencontraba con el árbol, tocando su corteza con tanta delicadeza como ilusión. Diez años atrás había pagado una fortuna por él y también por los tres ejemplares que le rodeaban para que fueran cortados con el único fin de que su árbol diera el último estirón.

¡Y bien que lo había hecho! Con la palma apoyada sobre el tronco, acariciándolo con delicadeza, giró una y otra vez, lentamente, mirando hacia arriba, hacia la copa. El fuste completamente recto hasta la primera ramificación, a algo más de cuatro metros de altura, sin nudos, robusto, de porte majestuoso, sin muestras de debilidad o enfermedad alguna, un ejemplar único en aquel bosque escondido, cuidado a lo largo de los años.

Ahora había llegado el momento. Nunca sabía cómo afrontarlo. De alguna manera le avergonzaba el sentimiento de tristeza que se apoderaba de él por tener que cortar un árbol tan bello, por mucho que fuera un ejemplar largamente deseado. Por el contrario, la ilusión de disponer de una materia tan excepcional, le hacía sentirse exultante … y la contradicción entre ambas, incómodo.

Los últimos rayos del sol aún acariciaban la parte más alta del árbol, proporcionando unos destellos dorados mezclados con el verde de las hojas, al capricho de la ligera brisa que soplaba. Se sentó al pie, apoyando su espalda en la rugosa corteza.

Ha llegado la hora. Sé que no me oyes. También sé que no me entiendes. Eres un árbol y los árboles ni oyen ni entienden, así que te hablo a ti, aunque, una vez más, sé que es a mí mismo a quien dirijo estas palabras. También sé que no sientes y por tanto, cuando la motosierra te derribe, no pasará nada más allá de lo que yo albergue dentro de mí. Mañana dejarás de ser árbol.  Abandonarás este bosque del que has sido estandarte, perderás tus ramas, tus hojas, tus raíces. Dejarás un enorme hueco, aunque también suficientes semillas como para que un hijo tuyo ocupe este lugar. Te convertirás tan solo en unas tablas que guardaré apiladas hasta que, despacio, vayan perdiendo la humedad que tus tejidos han guardado durante tantos años manteniéndote con vida.

Y un día pondré mis manos de nuevo sobre ti, como hago ahora y con mis herramientas, mi conocimiento, tu recuerdo y el amor que tengo por mi trabajo, comenzaré a darte una nueva forma y una nueva vida. Trabajaré contigo, con lo que eres y con lo que escondes. Buscaré dentro de ti todos y cada uno de los matices que atesoras, todos tus secretos, cada uno de los misterios que han forjado tu existencia.  Buscaré el paso del tiempo en tus anillos, las lunas llenas, el rugir de la tormenta, el viento arrancando tus ramas, el trueno, la hendidura del rayo, un corazón tallado con una flecha cruzada, el eco de las palabras que se pronunciaron a tus pies, las lágrimas que absorbieron tus raíces. Buscaré las huellas de los animales que encontraron en ti cobijo y alimento, las del pastor que se refugió con su rebaño bajo tus ramas huyendo del sol y de la lluvia. Buscaré el olor del otoño y el esplendor de la primavera. Buscaré hasta encontrar el último detalle de tu larga vida. No tengas duda alguna de que no pararé hasta terminar esta labor. Y solo entonces, solo cuando reconozca en tus vetas las mil y una historias en ellas escritas, comenzaré a darte forma. A procurarte una nueva vida. Te vestiré de las mejores galas, te adornaré con tanta elegancia, discreción y sutileza con los elementos de la naturaleza con los que has convivido tantos años, en este lugar tan escondido del bosque, que nadie olvidará de dónde vienes y quien has sido.  Una gota de agua, un copo de nieve o un cristal de hielo. La huella de un ruiseñor, una de tus semillas, el borde de una de tus hojas… Todavía no lo sé, pero cuando llegue el momento, sé que también eso me lo acabarás revelando y entonces, lo llevarás grabado. Así, serás diferente. Así serás reconocido y así serás recordado. Árbol, de tí haré … algo único.

                                 

La sala estaba completamente llena. Hacía meses que se habían agotado las entradas. La expectación del público se mezclaba con los nervios de los músicos minutos antes del comienzo del concierto. Los aplausos, atronadores al momento de la aparición del maestro director, dieron paso a un silencio absoluto en cuanto éste se giró hacia la orquesta y, tras un leve gesto de su cabeza, levantó la batuta. Cuando ésta descendió por tercera vez, el arco se apoyó sobre las cuerdas del violonchelo deslizándose suavemente.

El auditorio se llenó de un sonido profundo, melancólico, intenso. Los acordes se sucedían lentamente en el portentoso devenir de una melodía que, no por conocida, dejaba de resultar sorprendente. Más aún aquella vez, en la que el virtuosismo del intérprete se apoyaba en un instrumento que parecía otorgarle a la música unas cualidades desconocidas. La sala se inundó de música. Las notas se quedaban flotando en el aire, componiendo una imagen que se iba forjando conforme avanzaba la pieza musical, tal como un pintor va añadiendo pinceladas sobre su lienzo. Allí comenzó a adivinarse un bosque, la forma de un árbol, el viento sobre las hojas, la lluvia, el trueno, las palabras susurradas, el canto de los pájaros, las pisadas del lobo, el día, la noche, el resplandor de las estrellas entre las ramas, el olor del musgo. Hasta el último rincón del recinto recibió un retazo de las ondas de aquél poderoso instrumento, cuya resonancia lo envolvía por completo, tanto como el interior de cada uno de los espectadores. Todas las miradas estaban concentradas en aquella caja de madera de la que brotaban notas que destilaban matices de una sutileza embriagadora.

En el centro de la sala, el luthier cerró los ojos. También estaba extasiado por la música, pero, de nuevo, transportado en el espacio y en el tiempo, recordaba el susurro de sus palabras de aquél ya lejano día, el roce de sus dedos al acariciar la corteza, el rítmico batir de su herramienta al tallar las primeras piezas, el tenue siseo al pulir las últimas irregularidades o el silencio del pincel al imprimirle la última capa de barniz.

Todos aquellos momentos que habían pasado desde el día que escogió precisamente aquel árbol hasta este instante en el que el público, puesto en pie, no dejaba de aplaudir después haberse visto transportados por la música a un paraíso de emociones, todos aquellos momentos fueron revividos en el devenir del concierto.

Al fin, el intérprete se incorporó y saludó con el instrumento en la mano. En un instante, al girarse levemente, un fugaz destello se escapó de una pequeña pieza de plata con la silueta de una hoja, que se podía distinguir en la parte inferior de la voluta. El luthier levantó levemente la mano, sonrió y salió de la sala discretamente.

Aquél era el saludo convenido.

Querido árbol, he cumplido.

 

En memoria de Antonio Román. 

Dedicado a mi hermana Inma y a mis sobrinos Laura y Pablo.

 

domingo, 14 de enero de 2024

UN HOTEL DE SIETE ESTRELLAS: "THE SNOW HOME RAMCHE HOTEL". SEGUNDA PARTE: LA NOCHE.

 



Hacía frio. Mucho frio. Me había metido en el saco con doble capa térmica de ropa y un grueso par de calcetines, pero además había apretado bien las cuerdas del "cuello" y de la “capucha” del saco para impedir que el frio entrara dentro.  Tan solo había dejado una rendija por donde respirar y ver algo que no fuera negro: un mecanismo de seguridad de los que padecemos claustrofobia. Con los auriculares puestos, pasaban los minutos y las canciones. Con ellas, la noche. De fondo, como complemento de la música, escuchaba el inevitable coro nocturno de ronquidos que me acompañaba desde que comenzamos el viaje, sumados, desde varios días atrás por otro, no menos ruidoso, de toses.

 

Mientras comíamos, Bire, nuestro guía, había hecho un comentario jocoso acerca de las instalaciones del hotel. “Esta noche descubriréis que es un hotel de cinco estrellas. No tenéis más que mirar al techo”. En ese momento, sentados a la mesa y sin participar en la conversación de mis compañeros, me dio por pensar en que, al margen de la broma de Bire, en efecto, este hotel se merecía las cinco estrellas. Tal vez un par de ellas más. Levantar en este lugar una edificación con piedras, tablas y plásticos para dar alojamiento a los viajeros, mantener una estancia medianamente caliente sin más combustible que las deyecciones de los yaks y algo de leña, alimentarles a diario, tener agua y luz…era un reto muy difícil. La falta absoluta de cualquier tipo de comodidad era reemplazada con creces por el paisaje en el lugar en el que nos encontrábamos y por las expectativas de contemplar de nuevo la colosal mole del Kanchenjunga, esta vez por su cara sur. El cielo, las nubes, las cumbres de las montañas, el hielo, las rocas…, componían un horizonte difícilmente igualable. 

Atendiendo el comentario de Bire y por la rendija del saco, me dediqué buscar agujeros en el plástico que tenía sobre mi cabeza entre las tablas del techo. No resultó difícil porque no solo eran viejos, sino que, además, no estaban colocados cubriendo toda el espacio, de manera que entre láminas quedaban amplios huecos por donde se dejaban ver las tablas de la cubierta y ahí, entre las uniones de unas y otras, se adivinaban algunas estrellas. Una, dos, … tres, … siete…

Había estado haciendo fotos poco antes de acostarme y tenía la intención de repetir por la noche, pero solo pensar en salir del saco al frio de la madrugada me hacía posponer una canción más la decisión. En algún momento me debí quedar dormido porque ahora, los ronquidos me habían despertado. La música no sonaba, los auriculares estaban perdidos por algún lado. Encendí la luz del reloj: las dos y cuarto. Sería ahora o nunca. Tendría que salir a ver el cielo estrellado, tal vez sería la última oportunidad, mañana podría estar nublado, la luna creciente apagaría las estrellas, sería solo un momento, ¡con lo calentito que estaba ahora! …

¡Sal, caramba! ¡Sal de una vez!

Dicho y hecho. Abrí los cordones y saqué los brazos. De dos rápidas sacudidas estaba fuera del saco. Me calcé las botas sin atar y me puse un forro. Cogí la cámara que previamente había dejado preparada en una esquina de mi catre. No hacía falta encender la linterna. En tan poco espacio no podía equivocarme. Abrí la puerta con todo el cuidado para no despertar a mis compañeros y salí al exterior.

Una densa escarcha cubría toda la pradera y mis pisadas quebraban ruidosamente los infinitos cristales de hielo que la adornaban como un oscuro manto plateado.

Alcé la vista hacia el cielo.

Recortado por las cumbres de las montañas, en el fondo negro aparecían miles de estrellas. Pasaron unos minutos y la vista se fue acostumbrando a esa oscuridad. Cuanto más profundamente miraba hacía arriba, más estrellas iban compareciendo.

Giré sobre mí mismo para abarcar todo mi campo visual. El infinito sobre mi cabeza.

Miles de puntos. Miles de estrellas.

Si de día el paisaje era portentoso, por la noche era sobrecogedor. El silencio, la negrura, la quietud, la soledad, ese inmenso vacío completamente lleno.

Fijé la vista en un punto concreto y, detrás de las primeras, aparecían otras, más tenues, más lejanas, a veces un sutil parpadeo. Por un momento sentí vértigo solo de pensar que aquello que contemplaba no era más que una minúscula parte de lo que había más allá. En aquél infinito mapa de puntos de luz, tracé líneas y curvas, busqué una osa grande y otra pequeña, a Orión y sus perros de caza, princesas, dragones espadas, arcos y flechas. Identifiqué constelaciones, imaginé órbitas, adiviné entre los parpadeos de un extremo de la vía láctea una puerta hacia los universos paralelos. Un par de estrellas fugaces, se detuvieron un instante para hacerme un guiño antes de salir disparadas y apagarse un soplo después. Las nebulosas jugaban a cambiar de colores. Una enana blanca desapareció dentro de un agujero negro mientras en algún otro lugar del infinito, una enana negra lo haría dentro de uno blanco. Cosas del equilibrio del cosmos. Y detrás de todo aquello aún imaginé más.

Fue entonces, al vislumbrar la magnitud del firmamento, al ser consciente de las proporciones infinitesimales de mi propia presencia y de mi fugaz existencia, cuando me sentí más grande.

La plenitud de la consciencia.

No sé cuánto tiempo estuve allí mirando hacia el cielo, pero de pronto me di cuenta del intenso dolor que sentía en los dedos de mis manos. Miré la cámara que sostenía entre ellos y sonreí pensando cómo podía haber sido tan idiota de cogerla. Hay cosas que no se pueden fotografiar. Igual que, tal vez un buen escritor sería capaz de describir esta visión, un buen fotógrafo, con tiempo y un buen equipo, hubiera podido recogerla en una imagen, pero lo que estaba sintiendo, ni una foto ni estas torpes palabras son capaces de describirlo.

Me resistí un minuto más antes de regresar. Después me encaminé hacia el refugio, entré, cerré la puerta con cuidado, dejé la cámara, me quité las botas y el forro, y me apresuré a meterme en el saco. Lo cerré por completo ...salvo una rendija.
Allí, hecho un ovillo, helado de frio, con las manos como témpanos entre los muslos de mis piernas para tratar de hacerlas volver en sí, cerré muy fuerte los ojos. 

Mientras mis compañeros roncaban ruidosamente, ante mí se abría todo el firmamento.

Y así volví a quedarme dormido, dándome un paseo por las estrellas.

 

 


jueves, 28 de diciembre de 2023

UN HOTEL DE SIETE ESTRELLAS: "THE SNOW HOME RAMCHE HOTEL". PRIMERA PARTE: EL DÍA.

 



Entre Cheram (3.870 m) y Ramche (4.580 m) no hay mucha distancia. Tampoco un gran desnivel. Cuatro horas de caminar relajado valle arriba remontando las gélidas aguas del Simbuwa Khola, parando varias veces a descansar y muchas otras a contemplar las montañas y a hacer fotografías.

Ese día no era necesario madrugar para salir pronto. Al contrario. Esperamos a que el sol bañara de luz y calor el valle para desayunar en una mesa colocada en el exterior del lodge en el que habíamos pasado la noche. Allí fuera, el pan tibetano, la tortilla y el té sabían mucho mejor. No había prisa.

Es perfectamente posible realizar un trayecto desde Cheram hasta Yalung, el final del camino para los senderistas que quieren acercarse a la cara sur del Kanchenjunga y regresar a dormir a este mismo lugar sin necesidad de hacer noche en Ramche. Es una larga caminata, pero si no dispones de días suficientes, es mejor opción que abandonar y perderse la visita a esta zona. Pero no teníamos prisa alguna. Más bien al contrario, estábamos terminando nuestros días en la zona de las montañas y se hacía cada vez más necesario disfrutar de todos los momentos que nos brindaba el camino.

Llegamos a Ramche a la hora del “lunch” en el único lugar que existe allí para pasar la noche: el Snow Home Hotel. La recepción al lugar la brinda una cría de yak de lo más cariñoso. Se sienta entre nosotros y no para de cabecear para que le acaricies la peluda y esponjosa testuz.

El “hotel” lo componen dos dependencias. Por un lado, está el hogar que, como casi siempre, es además la zona privada de los propietarios. Allí cocinan, viven y duermen. Es el único lugar donde se enciende una lumbre escasamente alimentada por algo de leña subida a hombros de porteador y por las deyecciones de los yaks, después de pasar un largo proceso de secado, colocadas cuidadosamente sobre todas las rocas de los alrededores y las paredes de las dos construcciones. 

La segunda, levantada con piedras y tejado de madera, está compuesta de cuatro habitaciones, separadas por algún muro de piedra y unas tablas y plásticos que poco o nada evitan ni las corrientes de aire, ni los ruidos. Las paredes, en su interior, están recubiertas de una fina capa de barro que tiene, como única finalidad, tapar grietas.

Por debajo de la cubierta de madera, y apoyadas directamente en los muros hay más tablas distribuidas irregularmente, soportando unos plásticos que, además de tratar de aislar la estancia, deben evitar que, en caso de lluvia, el agua caiga directamente sobre los huéspedes, algo bastante improbable a la vista de los agujeros que presentan.

Después de comer, subimos la morrena del glaciar para disfrutar de un paisaje espectacular. El viento sopla y es muy frio, así que casi todos regresan al lodge. Los que nos quedamos recibimos una inesperada recompensa: el aire se queda en calma y con él detenido, todo parece serenarse. Hasta las banderas de oración, de un algodón tan fino que cualquier brisa las agita, detienen su incesante tarea de dispersar sus mantras a los cuatro vientos y cuelgan, por fin, tranquilas y silenciosas. Toda la inmensidad que compone nuestro horizonte parece prepararse para despedir la luz y abrazar la oscuridad, para dar por cumplido otro día más en el infinito devenir del tiempo allí donde éste apenas cuenta, donde el reloj es un instrumento tan inútil como ridículo es el calendario.

Aún el sol, ocultándose entre las cumbres de las montañas, nos regala un atardecer lleno de matices, en un juego de luces representado a diario, siempre diferente, entre el astro, las nubes, las rocas y el hielo de las montañas. 

Colores tan sutiles como fugaces, que se desvanecen acariciando cada roca con una última pincelada de luz.

Consciente de haber vivido una de esas experiencias que se recuerdan siempre, poco quedaba por hacer en la oscuridad de aquel lugar. Así que, después de cenar un generoso tazón de sherpa stew bien caliente, decidí irme al saco. Sabía que no podría dormirme hasta dos o tres horas después, pero también, que dentro estaría mucho más calentito y podría disfrutar con los auriculares de algunas canciones que me acompañasen en el duermevela.

Poco imaginaba yo que aún esa noche, en este hotel, aún quedaban más emociones por vivir.


miércoles, 6 de diciembre de 2023

CHO LA

 



Llevábamos unas cuantas horas caminando desde que partimos de Dragnag, en la margen izquierda de la morrena del glaciar Ngozumba. Actualmente hay varios lodges o “casas de huéspedes” con abundantes comodidades, pero en 1989, tan solo existía una cabaña de pastores donde pudimos pasar la noche gracias a la hospitalidad de su dueña, que, a la luz de unas velas y nuestras linternas, además de darnos de cenar unos chapatis con arroz, nos permitió compartir la estancia donde dormía una pareja de sus preciados yaks. Aquella noche, ni Vicente ni yo fuimos capaces de pegar ojo. Al principio solo eran los profundos bufidos con los que, cada pocos minutos, los animales desahogaban sus gigantescos pulmones. Poco rato después no solo vaciaban sus pulmones. Había llegado el momento de hacer lo propio con su vejigas y, a tenor del caudal, el tamaño de las mismas era realmente enorme. Así, el duro y frio suelo se convirtió en una sucesión de surcos de pis de yak que parecían no tener otro objetivo que alcanzar nuestras esterillas. A la luz de las linternas tratamos de encontrar mejor acomodo, pero tampoco resultaba fácil moverse entre los animales y, sobre todo, teníamos muy claro que lo mejor era no enfadarles: el tamaño de sus cuernos y sus desafiantes miradas eran suficientes para saber valorar hasta cuanto incordiar el descanso de estos bóvidos. Al poco rato nos dimos cuenta que las únicas alternativas viables eran, bien dormir en el exterior de la casa y soportar el frio como fuera posible, o encaramarnos a una especie de altillo de piedra donde, a duras penas, podríamos colocarnos los dos. Optamos por esta segunda opción para comprobar únicamente que, de cualquier manera, no íbamos a conseguir dormir.

Así que, horas después, allí estábamos, a unos 200 metros aún por debajo de la cota 5.420 m que según nuestro plano marcaba la altitud del Cho La, el collado que teníamos que alcanzar para conectar el imponente glaciar Ngozumba, que parte del Cho Oyu con el glaciar del Khumbu, que hace lo propio desde el Everest.

El cielo, de un gris plomizo llevaba rato oscureciéndose amenazadoramente. Una sombría y compacta masa de nubes envolvía todas las montañas que, horas antes, habían comenzado a tomar posiciones ascendiendo por todos los valles que se abrían a nuestra vista. No tardó en comenzar a nevar. Primero fueron unos ligeros copos que parecían negarse a caer e, ingrávidos, flotaban alrededor de nosotros. Al poco rato, fueron haciéndose más grandes y la nevada más intensa. La luz se tornó de un extraño color rosáceo y los sonidos se apagaron por completo. Vicente, que caminaba unos pasos por delante, desapareció de mi campo visual. La falta de descanso y la fuerte pendiente, cargados con una pesada mochila a la espalda, estaba haciendo muy dura la ascensión. El frio, ahora la nieve y la falta de visibilidad, la complicaban aún más, ante la posibilidad de perder el camino entre las rocas. Me detuve a recuperar un poco la respiración y a sacudirme los copos que se acumulaban en la ropa. Apoyé la mochila en un pequeño resalte para descansar los hombros y mi dolorida espalda.

Observé en torno a mí las formas difuminadas de las piedras más próximas. No podía ver nada más allá de unos 10 metros. Respiré hondo, tratando de bajar las pulsaciones.

No escuchaba ni un ruido. Allí, en la quietud más inmutable de aquel paraje alejado de cualquier vestigio de civilización, envuelto por un silencio absoluto, con un manto blanco que se depositaba con la delicadeza de una caricia e iba tomando posesión de todos los elementos del escaso paisaje que se adivinaba, bajo una tenue luz que igualaba la intensidad tanto de las luces como de las sombras, allí sentí la máxima expresión de la soledad que jamás hubiera pensado encontrar.

Dejé pasar unos minutos más, solo por retarme a mí mismo a profundizar en esa sensación de vacío absoluto. Me dejé llevar hasta el mismo límite del pánico. Solo entonces me incorporé, acomodé la mochila y reanudé la marcha siguiendo las huellas de Vicente entre las rocas. Unas decenas de metros más adelante le encontré. No había avanzado mucho. Estaba esperándome. Llegué a su altura.

-          - ¿Bien?

-          - Bien

No hacían falta más palabras. No había otra alternativa que proseguir. Reanudamos la marcha. Alcanzamos el collado y comenzamos el descenso. Cada paso me alejaba de aquella sensación que, tantos años después recuerdo con absoluta claridad.

Qué poco imaginaba yo entonces que las personas, en la vida, nos encontramos otros Cho La mucho más difíciles de superar.


miércoles, 25 de octubre de 2023

LA RESPUESTA A LA INQUIETUD DE JAMLING NORGAY

 


Tenzing Norgay fue el primer alpinista sherpa que coronó la cumbre del Sagarmatha junto a Edmund Hillary.

Sagarmatha o “Diosa del cielo” es como conocen la montaña los sherpas. Para los tibetanos es Chomolungma o “Diosa madre del universo”. Para el resto del mundo, es el monte Everest. Incomparable forma de dar nombre a la geografía. ¡Cuánta belleza dejamos por el camino cegados por nuestra soberbia!

En cualquier caso, la montaña es el punto más alto de nuestro planeta. 8.848 metros.

Tenzing y Edmund llegaron juntos a la cumbre, o así lo quisieron explicar cuando regresaron al campo base. Nunca desvelaron, por muchas veces que se lo preguntaran durante años y años, quién de los dos fue el primero en poner el pie en la más alta cima de la Tierra.

En cualquier caso, ambos y juntos, han pasado a la historia del alpinismo y, por extensión, de la humanidad, como conquistadores de uno de los retos geográficos más perseguidos y deseados, en su día y aún en la actualidad.

Jamling Tenzing Norgay es uno de los hijos de Tenzing.

Cuando era joven, su insistencia por subir a la cumbre del Sagarmatha le hacía suplicar una y otra vez a su padre para que le autorizara a enrolarse en alguna expedición como guía de altura.

Un día Tenzing, irritado por tanta insistencia y probablemente conocedor del riego que entraña su ascensión, le contestó: 

Jamling, hijo, escucha lo que te voy a decir, desde la cumbre de Sagarmatha solamente se ve lo grande que es el mundo y la cantidad de cosas que hay que ver y aprender.

Bellísimas palabras para resumir una lección de vida.

Y que sirven tanto para la cumbre del Everest como para cualquier montaña, colina, bosque, campo de cultivo, cueva, rio, barranco, embalse, playa, isla, mar o calle de cualquier ciudad del planeta. Y para cualquier persona, de cualquier parte, clase social, raza, religión, sexo o tamaño de la cuenta bancaria.

No nos dejemos cegar por las cumbres.  En cualquier lugar, por común que nos resulte o por escondido que se encuentre, siempre hay algo que ver y que aprender. 

Solo hay que ir con los sentidos alerta. A la búsqueda de una sorpresa, de lo diferente, lo desconocido.

 


domingo, 15 de octubre de 2023

DOS TAZAS

 



¡Si es que nunca sabes lo que te vas a encontrar cuando abres una puerta!

Por fin me tocaba parar y descansar un rato. Desconectar de la reunión. Salí a dar un paseo, a estirar las piernas, a respirar un poco después de tres horas de mucha intensidad en un lugar del que no voy a desvelar sus coordenadas. Hacía calor y la jornada estaba resultando agotadora.

Caminando solo, por las instalaciones al aire libre encontré un servicio. Tampoco es que tuviera una necesidad loca, pero, ya que pasaba por ahí, aprovecharía la ocasión de desbeber el poco líquido que me quedaba dentro del cuerpo después de haber sudado de lo lindo.

Entré y me quedé inmediatamente impactado. Paralizado. Algo no encajaba en mis esquemas. Hubiera pensado que ni en los míos ni en los de nadie, pero no era así. Al menos, quien había diseñado estos “Servicios” tenía un concepto diferente al de la gran mayoría de las personas sobre compartir según qué momentos. Y, a tenor de las huellas, sus usuarios tampoco le ponían remilgos al diseño.

Miré a mí alrededor. Aquél no era sitio para plantearse la posibilidad de uno de esos programas de cámara oculta. Nadie se viene tan lejos a hacer algo semejante.

Volví a salir, a comprobar si en la puerta o inmediaciones había algún tipo de cartel que indicase vete tú a saber qué, pero no advertí nada más que lo que ya antes había visto, un rótulo perfectamente colocado: “Servicios”. Me pareció extraordinariamente precisa la concordancia de número con la realidad, porque, en efecto, se trataba de “Servicios”, en plural y no de “Servicio”. Tampoco había referencia alguna, como suele ser habitual, al género. Ciertamente, tanto servían para el masculino como para el femenino y, por qué no, puestos a enredar, tal vez una ¿embarazosa? combinación de ambos.

Volví a entrar: dos tazas, un porta rollos de papel... vacío en uno de los lados, una escobilla, una papelera casi a rebosar... ¡Estaba diseñado para compartir!

Con pudoroso apresuramiento, acometí la fugaz tarea que me había llevado hasta allí, reconociendo que, de haber tenido una necesidad de carácter más intestinal que vesical, no hubiera sido capaz de acometer la tarea ante la incertidumbre de una repentina compañía. Uno tiene su pudor.

Entre tanto, mirando de soslayo hacia la puerta, comencé a aventurar numerosas posibilidades de un encuentro entre diferentes tipologías de personas atendiendo a su expresión evacuatoria: los rápidos, los estreñidos, los que entretienen el momento con una lectura, los silenciosos, los que aprietan acompañándose de breves y agudas exhalaciones guturales fruto de una exigencia abdominal puntual y exagerada …

¡Qué bonito momento para confraternizar!

¡Qué no decir de las posibilidades que proporciona la combinación de elementos gaseosos! Esas difíciles digestiones que originan un incontenible torbellino, imaginad, en un concierto a dos… ¿voces?

Y si resulta sugestiva la propuesta auditiva, ¿Qué decir de la olfativa? Poder jugar a identificar qué ha comido tu espontaneo y efímero compañero de apreturas, a analizar la proporción de la siempre diferente combinación de hidrógeno, anhídrido carbónico, nitrógeno y metano, fruto del ímprobo trabajo de la flora bacteriana tan particular que habita en nuestro intestinos…

Supongo que no es necesario que escriba mucho más. Vuestra imaginación resulta muy capaz de completar, con múltiples alternativas, variadas y coloridas escenas dentro de este sorprendente habitáculo.

Nunca los tres estados de la materia, sólido, líquido y gaseoso pueden encontrarse tan íntimamente unidos como en semejante lugar.

Y llegados a este punto,…Pásame el papel que voy terminando.


sábado, 30 de septiembre de 2023

EL HOMBRE BAJO LA MANTA

 


Salimos muy temprano del hotel, por llamar de alguna manera al lugar donde habíamos pasado la noche. Apenas comenzando el amanecer, colocamos nuestras mochilas en la baca del todoterreno y enfilamos la salida hacia el norte. Quedaba por delante un largo día de camino.

Samson, nuestro guía, conducía despacio a pesar de que las calles estaban tranquilas y prácticamente vacías. Nada que ver con lo que habíamos encontrado la tarde anterior, en mitad de una descomunal tormenta, ni en lo que se convertirían no más de dos horas después: un incesante trasiego de personas, motocarros y coches, todos ellos ocupando la calzada sin orden y sin reglas. Como casi todo en este país. Buscábamos algún lugar abierto a esas horas para comprar algo de pan y, tal vez, alguna cosa más para meter dentro. Del pan y del estómago.

Samson, buen conocedor de toda la ruta, sabía dónde pudiéramos encontrar algo abierto y nos llevó en aquella dirección. Unos minutos después detuvo el coche. Me bajé con él, como hacía casi siempre, para acompañarle, para “meter las narices” en cualquier lugar y para pagar la compra.

Caminábamos por la acera, él delante, yo, unos metros más atrás, cuando a unos pocos pasos de distancia, algo tapado con una manta de cuadros roja y negra, se movió. De debajo de ella salió primero una pierna, luego otra, después un brazo, una cabeza y al fin un hombre completamente desnudo. Era alto, fibroso, flaco, con la piel de color más cobrizo oscuro que negro, con una maraña de pelo ensortijado y revuelto, barba canosa de días. El rostro tan lleno de mugre como de arrugas. Los dientes tremendamente blancos resaltaban en su cara. Era imposible calcular su edad. Como en tantas otras ocasiones, la vida deja en algunas personas huellas indelebles impropias de los años transcurridos.

Una vez erguido, ciñó la manta alrededor de su cintura y pasó un extremo de la misma por encima de un hombro. Así vestían. Recogió su vara.

Ralenticé mis pasos. Me fijé en que este hombre no era el único “bulto” de la calle. Era uno más de los muchos que habían pasado la noche en aquella acera de esa ciudad en este inmenso país.

Samson debió darse cuenta de mi expresión y me dijo,

- eso es todo lo que tiene, una manta para taparse y un palo para defenderse. Ahora comienza otro día de supervivencia. Buscará algo para comer, alguien que le de unas monedas o alguna ocupación momentanea a cambio de compartir una injera*.

¿Se puede no tener absolutamente NADA? La respuesta la tenía delante de mí. Se puede. Se puede no tener NADA material. 

Pero, pensé, aquel hombre tendría dentro de sí, sentimientos, pensamientos, sensaciones, emociones… O tal vez, no. Quizá, cuando todo se limita a levantarse para sobrevivir a un nuevo día, a evitar sucumbir, entonces todo se centre, precisamente, en evitar sentir hambre, frío, miedo, ... y en pensar cómo evitarlo.

El hombre caminaba hacia nosotros. Al llegar a mi altura, cruzamos las miradas. Jamás sabré, y prefiero que sea así, lo que pudo pasar en ese momento por su cabeza. Pero tampoco olvidaré lo que dejó grabado en la mía.

Vi sus ojos y, en su infinita profundidad, en un solo instante, toda su vida.

Entonces entendí lo que es la dignidad.

 

*(la injera es torta de tef con pasta de lentejas, verdura y algo de carne)


sábado, 16 de septiembre de 2023

EL MONASTERIO

 Es muy temprano por la mañana. Hace frio. A esta hora, donde el silencio todavía impera, una escarcha helada convierte el camino en una ruidosa alfombra que cruje a cada paso, rompiendo miles de pequeñísimos cristales formados apenas unas horas antes y que, al poco, volverán a desaparecer.

La luz es muy tenue aún. Aquí las montañas son muy altas y el amanecer se abre paso entre sus cumbres lentamente. Un color gris azulado baña todo el valle, sin sombras, apenas sin colores, sin contrastes.

El monasterio aún queda algo lejos, pero caminado a este paso no tardaré en alcanzar su entrada. Escucho mi respiración que, junto con mis pisadas y el roce de las mangas de la chaqueta crean una base rítmica que me acompaña. El vaho de mi aliento aparece y se desvanece. Me siento feliz.

La claridad aumenta. Un halo de luz intensa se recorta tras la figura del último pico que cierra el valle por el este. Y de pronto, ocurre. El primer rayo de sol impacta en la cubierta de chapa del templo que multiplica instantáneamente su brillo y lo refleja a su alrededor. Sonrío como un niño que ha ganado una apuesta. Por una vez acerté el cálculo. Llegué a tiempo.

Entro por el pórtico de acceso al monasterio y me quito las botas en el patio de la entrada.  La puerta del templo está abierta. Con una extraña sensación de inseguridad, temor e incertidumbre cruzo el umbral. Siento un profundo respeto. No quisiera transgredir ninguna norma ni molestar a nadie en su rezo. Me detengo unos pocos pasos más allá de la puerta sin apenas percibir nada. Mis ojos aún tienen que recuperarse del impacto de la luz y acostumbrase a esta recogida oscuridad. Apenas veo y tampoco escucho sonido alguno, pero enseguida puedo percibir el inconfundible olor de unas ramitas de enebro que arden en uno de los altares, mezclado con el acre de la grasa de nuk que alimenta decenas de lamparillas repartidas al pie de diferentes imágenes de dioses y que empiezo a vislumbrar.

En pocos minutos mis ojos se han acostumbrado a la estancia.

Volutas de humo se elevan desde cada una de las velitas. Me acerco lentamente unos pasos más. Basta ese pequeño movimiento para que comiencen a bailar, desplazándose caprichosamente hacia los lados. Muevo ligeramente una mano por encima de una de ellas, que se despereza, me envuelve. Me está acariciando. Me da la bienvenida.

Por un ventanuco situado en la parte más alta de la habitación entra algo de claridad. Distingo los colores que adornan la iconografía tibetana, un arco cromático que oscila entre el granate, rojo, naranja azafrán y amarillo. El haz de luz atraviesa un campo de diminutas motas de polvo que se burlan de la gravedad negándose a caer. Lo cruzo y genero un torbellino, un cataclismo microcósmico en el orden del templo.

Las paredes están adornadas de tankas, telas, banderas de oración, imágenes de dioses en sus más variadas manifestaciones.

El tiempo no existe aquí dentro. Así, como es hoy, fue ayer, hace diez años y hace cien.

Así debería ser mañana, dentro de diez años y dentro de otros cien.

De pronto escucho un inesperado carraspeo que surge entre las tinieblas de una esquina del fondo. Pensando que estaba solo, me pego un susto de muerte. Giro hacia el lugar de donde proviene el ruido y veo un joven monje que se levanta y con ojos pícaros me sonríe y me saluda:

-    -  Buenos días y bienvenido.
- Buenos días. Lo siento. No quería molestarle. Solo deseaba estar un momento en el interior del templo antes de seguir camino- trato de justificarme-.
- Es una gran idea – me contesta – Disfruta de tu estancia y si deseas alguna explicación solo tienes que pedírmela.
- Gracias. Solo estaré un momento más.

Comprendo por su expresión, sus palabras y su comportamiento, que muchos otros viajeros se levantan de noche para visitar este templo al amanecer. Camino con precaución, muy despacio. Mis sentidos recogen cuanta información soy capaz de retener. Olores, colores y sonidos. Un siseo acompaña el rumor del monje que ha comenzado una monótona letanía acompañada de su molinillo de oración.

Sobre una pequeña estantería se apilan con esmerado orden una serie de libros de extraño formato. Son gruesos y mucho más anchos que altos. Me detengo a observarles. Justo en el momento en el que voy a levantar una mano para pasar mis dedos por su cubierta de envejecido y ajado cuero, el monje aparece de nuevo a mi espalda.

-   -  Es un libro de oraciones. Proviene del Tibet. De los pocos que se salvaron de la represión. Tiene más de mil años. Déjame que te lo muestre yo, pero te pido que no lo toques.

El monje abre la cubierta y con un cuidado reverencial pasa dos o tres hojas de un papel tan fino que parece que podría quebrarse con solo un ligero soplido. Las páginas están cubiertas por completo de texto con algunos dibujos en sus bordes. Instantes después lo cierra, lo envuelve en una khata de seda y se retira lentamente de nuevo al fondo de la habitación.

Me detengo constantemente a captar todos los detalles. No quiero irme sin absorber cada centímetro cúbico de este lugar. Quiero aprenderlo. Quiero aprehenderlo. Llevarme para siempre dentro de mí este momento de absoluta serenidad, equilibrio, bienestar y paz.

Ese es el verdadero tesoro inmaterial que guarda y protege este lugar.

Pero llega el momento.

Me dirijo hacia la puerta y dejo unos billetes en la caja de ofrendas. Al girarme para despedirme del monje no le veo. Ha desaparecido de la estancia sin que me haya dado cuenta.

Salgo de nuevo al exterior. Trato de atarme los cordones de las botas, pero me tiemblan los dedos. Me tomo un respiro. Cierro los ojos y trato de volver a la realidad. ¿Cuánto tiempo he estado en el interior del templo? ¿Esto ha sido real?

El sol baña por completo el valle. Mis compañeros de viaje estarán preguntándose donde me he metido. Va a tocar correr.

Han transcurrido ya más de siete años desde que visité aquél lejanísimo monasterio. La intensidad con la que traté de captar todos y cada uno de los estímulos y las sensaciones que percibí me permite evocar el momento y volver a sentirlas tal como las experimenté allí.

En ocasiones, en situaciones cotidianas donde me dejo llevar por la irritación, el temor, la angustia… vuelvo allí.

Y todo sigue dentro, en el mismo sitio: El rayo de luz, las motas de polvo, las velas, el libro, el enebro, el monje, …

Y todo sigue de la misma forma: Serenidad, equilibrio, bienestar y paz.

Me traje conmigo una pequeña parte del tesoro.


viernes, 4 de agosto de 2023

OS PRESENTO: POR LA VENTANA DE ATRÁS

 



¿Tiene algún sentido esto que estás haciendo? Me pregunté después de un rato escribiendo.

Probablemente no, me respondí. Pero voy a seguir.

¿Por qué? Insistí.

No tengo respuesta, me volví a contestar y, zanjando el debate añadí, ... y ahora quédate calladito, que tengo cosas que hacer.

No sé por cuanto rato seguí discutiendo conmigo mismo. No me acuerdo, pero lo cierto es que continué adelante y este es el resultado: un blog que no alcanzo del todo a entender por qué lo escribo ni de qué estará hecho.

Por la ventana de atrás se nutre de reflexiones sobre cosas que suelen pasar desapercibidas, tanto en la vida diaria como, al salir del entorno habitual, en los viajes.

Hay muchas formas de ir por la vida. También de viajar. Todas válidas y respetables... (... tal vez no todas). Yo persigo y me dejo atrapar por cosas que normalmente no se ven, todo aquello que no advertimos, que pasa de incógnito, que siempre está ahí pero es casi invisible. Me gusta entretenerme en las personas, en sus costumbres, sus gestos, sus manos, sus miradas... en definitiva... asomarme por la ventana de atrás.

Escribir sobre ello no es sencillo y mucho menos cuando no se tienen dotes y las palabras, se juntan y se revuelven torpes como cachorros jugando, se atropellan unas a otras, pero en mi vida, he aprendido a hacer las cosas tal cual me salen del corazón, del alma, del cerebro, o si se tercia, del páncreas, por ese orden, así que por aquí espero que vayan apareciendo historias, reflexiones, pensamientos y...algunas cosas raras e inclasificables.

Tampoco será fácil de leer. Requiere tranquilidad, pausa, comprensión, un poco de imaginación y, sobre todo, mucha indulgencia. 

Solo aspiro a compartir algunas de las cosas que han llegado y se han quedado en ese mágico lugar de nuestro interior donde se alojan las emociones, procurando no dejarme nada, aunque eso pueda hacerme completamente transparente.

¿Por qué escribirlo? No lo sé. Tal vez por hacer el esfuerzo de no olvidar cosas vividas, por temor a perderlas, por compartirlas con quien quiera leerlo, por jugar a encajar palabras, por vanidad de sentirme leído, incluso comprendido... En cualquier caso ¿es tiene que haber un por qué?

Si algo de lo que quede aquí escrito pude valer para que alguien, una sola persona, por un momento, un solo momento, encuentre una palabra que le lleve a una reflexión, que le sirva de ayuda, que le genere algún tipo de emoción, entonces habrá merecido el esfuerzo, que no es tal en realidad y me sentiré enormemente recompensado.

Hasta pronto.