Bhaktapur está a unos pocos
kilómetros del centro de Kathmandú. En sus inicios, hace siglos, ambas ciudades
correspondían a reinos distintos. Actualmente, no existe apenas discontinuidad
en las construcciones que las unen y que, junto con Patan, Kirtipur y Lalipur,
forman un conjunto de poblaciones de carácter histórico con centros
monumentales bien nutridos de antiquísimos templos dedicados al abundante, variado
y colorido panteón hinduista y budista.
Cuenta la leyenda que el valle en
el que se asientan estas ciudades fue un gran lago en el que vivían serpientes
gigantes. Un día, el santo budista Manjushree (seguro que está representado en
alguna imagen por alguno de estos templos) asestó un poderoso golpe con su
espada en la ladera de una montaña abriendo una grieta por la que desapareció
toda el agua, dejando tras de sí un fértil valle capaz de dar sustento a sus
nuevos pobladores.
La entrada a Bhaktapur para los
visitantes se hace, prácticamente de forma inevitable, por Durbar Square, la
plaza donde se reúne casi toda la riqueza arquitectónica del lugar y un extraordinario
ejemplo del esplendor de la dinastía de los reyes Malla a partir del siglo XIII
cuyas construcciones rivalizaban en altura, complejidad y ornamentos con los de
las otras ciudades próximas.
Una sucesión de templos,
santuarios, estatuas, imágenes esculpidas en piedra y complejas tallas en
madera de figuras correspondientes al vasto y complejo conjunto de deidades
hinduistas y budistas, se reparten a lo largo y ancho de esta plaza de ladrillo
rojo, donde pasear es uno de los placeres más recomendables de la visita al
valle de Kathmandú.
¿Por qué tienes esta talla aquí? ¡Es una joya!
Las hago en mi tiempo libre, cuando me aburro. Tengo muchas. Aquí solo
hay algunas. Pero ven. Sube por aquí.
Cruzamos la sala entre todo tipo
de cachivaches, herramientas y resmas de papel apiladas contra las paredes, de
todos los colores imaginables y diferente composición, unas son lisas, otras
tienen pétalos de flores prensadas junto con la pulpa, o hilos de diferentes
texturas. Unas escaleras nos conducen al piso superior donde se abre una
estancia completamente vacía de elementos relacionados con el lugar, pero resulta
llamativo que todos los elementos de la construcción en madera se encuentran trabajados
hasta el más mínimo detalle, cada una de las columnas, los espacios entre
ellas, las ventanas, las puertas… albergan tallas con todo tipo de figuras.
Mi asombro no tiene límites y mi
improvisado guía lo sabe. No soy el primer viajero que recorre estas salas. Un
piso más arriba se repite el escenario de dioses tallados y columnas decoradas.
Incluso las vigas del techo presentan detalles ornamentales de grandísima
calidad.
“Mi casa está en la tercera y cuarta planta. Aquí vivo con parte de mi
familia. Algún día bajaré a ocupar estas habitaciones”.
Me ha dejado sin palabras.
Descendemos y me lleva por un pasillo a una esquina, donde un hombre está trabajando con una antiquísima prensa, en la impresión de una figura sobre una muestra de papel.
Recorro el camino de vuelta, aunque siento tener que salir. Volvería de nuevo a cada uno de los espacios visitados. Al regresar a la tienda compro el grabado del carro de oraciones y alguna cosa más para tratar de compensar el regalo de la visita.
Aún vuelvo la mirada por toda la
sala tratando de advertir algún nuevo detalle que se me ha escapado, alguna
sorpresa más que admirar. Es entonces cuando me parece ver, entre los pliegos
de papel, unos ojos de Buda parpadeando risueños, tal vez un guiño: Unas
mariposas aleteando en su regreso a su estantería después de un breve vuelo de
reconocimiento. Una flor de loto deslizándose lentamente por la corriente de un
pequeño arroyo.
Este lugar no solo es una
imprenta. Es el hogar de la magia.