sábado, 22 de febrero de 2025

¿LO LLAMARÁ “CASA”?

 


Primero fue “aquello”.

De entrada, no encontraba la manera de encajarlo en el entorno. Si había un lugar en la ciudad en donde, quienes quiera que mandasen en ella, estaban haciendo un esfuerzo por dar una imagen moderna y de cierto progreso, era éste. Que lo estuvieran consiguiendo es otro cantar. Deambular por esas avenidas céntricas era encontrar un chocante muestrario de modernas construcciones, cuyo conjunto hacía difícil entender que hubieran sido levantadas siguiendo algún tipo de planificación, despreciando la estética como atractivo o el orden como objetivo, sumando hormigón y cristal, planta a planta, hasta alcanzar la mayor altura posible.

Salpicados entre ellos, como restos de un pasado más acorde con la pobre realidad del país, quedaban algunos edificios antiguos de una o dos plantas que a duras penas aún se mantenían en pie, chamizos de los materiales más inverosímiles, cuyas fachadas golpeaban, a pie de calle, la pretenciosa pulcritud de tiendas de moda, cafeterías, bancos y oficinas de multinacionales, todo ello habitado por una bulliciosa población que parecía más preocupada por demostrar su modernidad y estatus social que por la realidad de lo que ocurría a pocas manzanas del flamante “new city center”.

Caminar sin rumbo fijo, sin un mapa y sin intención alguna de encontrar algo en particular, te hace ir y venir por lugares fuera de “lo visitable” y, en consecuencia, darte de bruces con la realidad que no se puede esconder.

Y así vimos, por primera vez, “aquello”. Adosado al muro de un solar y colocado sobre un bastidor de tubos metálicos, se asentaba una estructura formada por un viejo y medio oxidado panel de chapa ondulada, que un día debió formar parte de un vallado, doblada para darle forma de arcón y rematada con sendos recortes que lo cerraban en ambos extremos. Uno de ellos, la “puerta” disponía de un par de rudimentarias bisagras para facilitar el acceso. Un habitáculo de no más (más bien menos) de dos metros cúbicos.

Resultaba extraño, fuera de lugar, pero no cabía duda que “aquello” era una “vivienda”. Como poco, un refugio. El antecedente necesario y más rudimentario de lo que en algunas de las ciudades de los países más desarrollados y turísticos se ha dado en llamar “Hotel-cápsula”. Una vez más, la hiriente demonstración de la paradoja de los extremos que se vuelven a encontrar: la miseria de quien no tiene otro remedio que habitar en un lugar así, frente a la opulencia de las ciudades saturadas de turistas que se pueden permitir pagar una pequeña fortuna por tener acomodo – y gozar de la claustrofóbica experiencia- en la más sofisticada evolución del embrión original (eso sí, sin falta alguna de todas las comodidades modernas).

Con todo lo extraño que pudiera resultar la “espontanea pieza de mobiliario urbano”, aún escondía un inesperado complemento que confería un carácter privativo a aquél peculiar “nicho habitable”. El elemento clave, la pieza mágica, el “ser o no ser”, o tal vez sería mejor decir, el “tener o no tener” se disimulaba entre el reborde de la puerta y la chapa lateral. Su pequeño tamaño y su color, mimetizado con la lámina galvanizada, lo hacía pasar completamente inadvertido, pero ahí estaba la diferencia entre en nivel 0 y el 1 en la escala de la vida de aquél lugar: un minúsculo, insignificante e inapreciable dispositivo que significaba un gran salto para el hombre que poseía … la llave de aquél preciado, humilde, sencillo y frágil candado.

De lo que albergase el interior de aquel habitáculo se pueden hacer todas las conjeturas que cada uno quiera, aunque mejor sería ser prudentes. Por otros semejantes que pudimos ver (que no fueron pocos) y que no tenían “puerta”, el contenido no era más que un amasijo en completo desorden de telas, plásticos y sacos, es decir, a semejanza de lo que ocurre en casi todas las especies que habitan el planeta: lo más parecido a un nido. Un pequeño escondite del que refugiarse de las lluvias, abrigarse del frio y pasar las horas de oscuridad de la noche al amparo de la más básica y tosca protección.

Y si lo primero fue “aquello”, lo segundo fue “aquél”.

Unos pasos más allá, recostado contra el mismo muro, protegiéndose del frio suelo con un simple e insuficiente cartón y con una chaqueta sobre el cuerpo, un hombre dormía a la intemperie en pleno día.

El nivel 0.

A pocos metros del cubículo de chapa, el candado cobraba sentido y justificaba su existencia.

Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba,

que sólo se sustentaba / de unas hierbas que cogía.

¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo?;

y cuando el rostro volvió / halló la respuesta, viendo

que otro sabio iba cogiendo /las hierbas que él arrojó.

 

Y los versos de Don Pedro, que con tanto cariño recuerdo de mi infancia recitados por mi padre, se hacían carne en el teatro de la vida.


sábado, 7 de septiembre de 2024

THAME. ENTRE CICATRICES.

 


AGOSTO 2024.

Facebook. A las pocas horas de producirse, ahí estaban las imágenes y los videos grabados desde distintos puntos, fotos captadas desde diferentes ángulos, con toda su crudeza. Para la montaña, una simple lágrima. Para las gentes del lugar, otro episodio más de la implacable e inmisericorde fuerza de la naturaleza.

Y según las veía, sentía como si alguien hubiera echado una moneda en esa “jukebox” de recuerdos que todos tenemos dentro.

ABRIL 2016.

La aldea de Thame está fuera del masificado circuito del Everest y, por tanto, no goza de la prosperidad inducida por la avalancha de viajeros que lo visitan. Pocos montañeros paran por aquí; ni siquiera es necesario detenerse en ella para realizar alguno de los recorridos alternativos, como la cada vez más popular ruta de los “tres pasos”, camino el Renjo La o de regreso de este. Apenas unas decenas de hectáreas de terreno aluvial, una minúscula y fértil llanura cultivable.

Pero Nawan, nuestro guía, es sherpa de Thame, así que, después de dejarnos instalados en un sencillo y acogedor lodge, sigue ruta con los dos porteadores, Janak y Chan Ba, hasta su casa, a pocos kilómetros de aquí. Son las cinco de la tarde y hasta el anochecer, aún queda algo de tiempo para recorrer los alrededores. Paseamos sin rumbo fijo, sin prisa alguna, deteniéndonos en cualquier pequeño detalle, por los senderos que serpentean entre las paredes que delimitan las parcelas de cultivo, construidas con la piedra desprendida de las gigantescas montañas que se recortan en el rojizo atardecer. Seismiles de paredes verticales, afiladísimas crestas, glaciares en equilibrio imposible, el reino del agua, el viento, el hielo y la tormenta, y de un visitante frecuente, los terremotos, que alteran constantemente la morfología del terreno, provocando gigantescos desprendimientos que borran de un soplo la casi imperceptible acción humana en este territorio. Aquí no es sencillo arrancarle a la tierra el sustento básico para mantenerse. Alcanza para unos pocos yaks, un huerto y escasamente, para conservar viva la esperanza de un porvenir, muy alejado del pasado, donde el tránsito de caravanas de comerciantes desde y hacia el Tibet y sus conexiones con el norte de Asia, era fuente inagotable de actividad para los sherpas y sus eficaces e incansables animales de carga.

Caminamos entre pequeños huertos y parcelas preparadas que esperan recibir una nueva siembra de patatas a recoger antes del monzón. Apenas encontramos alguna persona que sigue nuestros pasos con la mirada, una rendija entre arrugas, e inclina levemente la cabeza en respuesta a nuestro saludo.


Cruzamos pequeños puentes que salvan los arroyos que acuden a la llamada del poderoso Khure Kharka, el río que recoge todas las aguas desde las cumbres del Kongde Ri y de sus imponentes glaciares que cierran las alturas del valle por el oeste. Al pie de alguno de estos puentecillos, apenas unas viguetas de hierro con unos pasamanos de cable de acero a ambos lados, se puede encontrar una placa con el nombre de una sociedad montañera de algún país europeo, Japón, Canadá, Estados Unidos… Pequeños gestos, pero de valiosísima ayuda, que surgen del corazón de las personas que han pasado por estos lugares y sienten la necesidad de devolver una parte del enorme tesoro inmaterial que se puede encontrar entre estas montañas y las gentes que las habitan … si se tiene la voluntad de percibirlo.

Llegamos a la escuela de Thame, único centro educativo de una amplia región, donde los pequeños acuden a diario salvando distancias de más de dos horas de recorrido. El edificio y su interior es tan sencillo y austero como lo es todo aquí, pero llama la atención la limpieza, la pulcritud con la que cada pieza del material escolar y el sobrio mobiliario está recogido y colocado. Un lugar construido y habitado con cariño y respeto. En el exterior, próximo a la escuela, un pequeño vivero, no más de trescientos metros cuadrados, perfectamente cuidado, limpio de toda hierba no deseada y atendido hasta el más mínimo detalle, alberga una pequeña población de arbolitos preparados para ser trasplantados en el futuro a estas poco hospitalarias laderas.

Monasterio de Thame




El lugar más importante y conocido es el Monasterio de Thame, donde se celebra el más famoso festival religioso de la región: el Mani Rimdu. Veinticinco años atrás lo visité por primera vez y conservo un recuerdo imborrable de aquel momento. Nos alojábamos en Namche, porque entonces era imposible encontrar un lugar donde hospedarse en Thame, de manera que, para asistir al festival, decidimos recorrer cada día los diez kilómetros que separan ambas localidades, salvando los casi 400 metros de desnivel. Sin carga a la espalda y tras más de cuarenta días por encima de los 3000 metros de altitud, nos parecía la mejor alternativa para no perder detalle de las ceremonias. Allí los monjes, rodeados de fieles, hacían sonar continuamente sus dungchen, las larguísimas trompetas de cobre de hasta 7 metros de longitud que generan un profundo y grave sonido, junto con otras más pequeñas y agudas, tambores y pequeños platillos, mientras otros grupos desarrollaban curiosas danzas ataviados con máscaras, ropas y abalorios de múltiples y atractivos colores.

Al día siguiente vuelvo a tocar sus muros. Ha pasado mucho tiempo y muchas cosas desde entonces. Las huellas del terremoto reciente están marcadas en sus paredes, en el patio donde hace años se congregaban los fieles, ahora casi partido por la mitad y en las pequeñas dependencias que sirven de alojamiento. Cicatrices. Algunos monjes se esmeran en su restauración. Aquí no hay máquinas, todo se trabaja a mano con las escasas herramientas de las que disponen, aunque no parece que la prisa les acucie. Del interior del templo se escapa el monótono sonido de las oraciones.

Desde el monasterio, colgado en lo alto de una ladera, se puede admirar todo el valle y las montañas que le rodean. Es un lugar de íntima paz, donde se puede percibir y entender que son las reglas de la naturaleza las que gobiernan la vida de sus habitantes, donde la quietud envuelve por completo la existencia.

El camino, el monasterio, los monjes, la escuela, el vivero, la estufa del lodge, las paredes de los huertos, los cuadernos apilados, el puentecillo, las oraciones …

 AGOSTO 2024

Las redes sociales se hacen eco de una nueva tragedia natural en Thame. Una enorme avalancha de agua, lodo y piedras arrasó casi por completo la localidad, llevándose a su paso decenas de construcciones, muchas de ellas terminadas de reconstruir hace pocos años después del terremoto de 2015. 

Lagunas glaciares que colapsaron para producir la avalancha

Según los informes técnicos del gobierno nepalí, uno o tal vez varios de los lagos glaciares de la cabecera de la cuenca colapsaron a consecuencia de las lluvias recientes, sin que aún hayan podido aclararse las causas exactas debido de la dificultad para el acceso a la zona.


Afortunadamente, el fenómeno ocurrió de día, permitiendo poner a todos los habitantes a salvo, sin que se hayan ocasionado víctimas, pero las pérdidas materiales son importantes, ya que, además de decenas de viviendas, la escuela y algunos lodges, el agua ha hecho desaparecer casi por completo todos los campos de cultivo de la zona arrastrados por el agua, la principal fuente de alimento de la población.

Todas las montañas del mundo están vivas, se agitan, se desperezan, se asientan, se acomodan. Todas. Pero entre ellas, el Himalaya, la cordillera más joven, es una de las más activas. Allí ocurren constantemente acontecimientos de origen natural que alteran la topografía y la orografía. Las personas que habitan estas zonas lo saben, están resignadas a que ocurra y, una vez tras otra, se levantan, rezan una oración en su monasterio y comienzan de nuevo a reconstruir su vida. 

Humildad, coraje, entereza, fuerza, tenacidad. Así es el pueblo sherpa.

 

 

sábado, 29 de junio de 2024

LAS IGLESIAS DE LALIBELA

 


La muchacha lleva un vestido blanco. Sobre sus delgados hombros cuelga una chaquetita azul y cubre su cabeza, como casi todos los nativos, con una ligera tela blanca, con un ribete también azul. Es muy joven, no más de dieciocho años. Su mirada, a través de unos preciosos ojos de color castaño claro, es serena, aunque le acompaña un gesto en el que se podría encontrar una mezcla indeterminada de cansancio, resignación, desesperación y tal vez, una súplica: hoy nosotros somos su sustento. De nuestra generosidad dependen tanto ella como su pequeño hijo y probablemente, unos cuantos hermanos que, como ella, estarán buscándose la vida por las calles de la ciudad. Sansóm, nuestro guía, nos traduce su conversación del amhárico.

Ella va a ser la encargada de vigilar nuestro calzado en este laberinto de iglesias y pasadizos. Tan pronto como cruzamos el umbral de la primera, recoge nuestras botas y se aleja por un corredor lateral.

Las iglesias de Lalibela constituyen uno de once bienes culturales o naturales, que se encuentran en Etiopía, declarados Patrimonio de la Humanidad. Aunque se desconoce la fecha exacta de su construcción (en sentido estricto, no se trata de construcciones, sino de excavaciones en la roca), se supone que datan de finales del siglo XII y comienzos de XIII durante el reinado de Gebra Maskal Lalibela de quien, en su honor, toma el nombre la ciudad, anteriormente llamada Roha.

Cuenta la leyenda que el rey Lalibela, afectado por la conquista de los musulmanes de la ciudad de Jerusalén, se propuso construir una nueva Tierra Santa en sus dominios. Otra versión indica que Lalibela, entonces hermano del monarca reinante, fue atacado por un enjambre de abejas que lo sumieron en un profundo sueño, durante el cual, un ángel lo llevó al cielo y le mostró un conjunto de iglesias excavadas en la roca con el mandato de que, a su regreso a la tierra, lo llevara a cabo a imagen de lo revelado. Cuando su hermano abdicó a su favor, se puso en faena a cumplir el divino mandato.


Al margen de los mitos, la controversia sobre la duración del periodo de creación de este complejo religioso mantiene en desacuerdo a los expertos arqueólogos. Algunos piensan que parte de las iglesias fueron talladas varios siglos antes del reinado de Lalibela, inicialmente como palacios o fortalezas, sin motivo religioso alguno y que el monarca solo amplió el complejo con nuevos elementos. Otros defienden que, no solo comenzaron mucho antes del reinado de su promotor, sino que, además, se extendieron a lo largo de centurias con posterioridad a la muerte del rey. 
Otros rechazan la extendida leyenda de que fueron los caballeros templarios los que colaboraron con el rey en su construcción. En cambio, se ignora o se reviste de escasa credibilidad la creencia ancestral de muchos fieles que han venido a rezar entre los muros de estas iglesias: Lalibela contó con la ayuda celestial de un ejército de ángeles que continuaban, a lo largo de la noche, la labor que por el día realizaban los trabajadores locales.

Sea como fuere, con ángeles, caballeros templarios o fieles voluntarios, el trabajo de excavación sorprende desde el instante en el que se recorre el interior de la primera iglesia. Cada una de ellas está tallada en la roca de una sola pieza, primero excavando una profunda y ancha trinchera (que no lo parece tanto cuando te encuentras abajo) varios metros de profundidad, para dejar un paralelepípedo unido a la tierra solo por su base o por ésta y una cara lateral, para, posteriormente, esculpir en el interior del pétreo bloque cada una de las salas, pasillos, entradas, ventanas, pasadizos y todo tipo de adornos constructivos. Además, en los muros exteriores se encuentran con profusión tumbas, catacumbas y nichos donde se supone que habitaban ermitaños.

Existe, así mismo, un completo sistema de drenaje para evacuar las aguas de lluvia en un laberinto de canales que se extiende por todo el conjunto.

Visitamos el primer grupo de iglesias. En cada entrada nos descalzamos como es preceptivo por respeto al lugar sagrado. La muchacha forma parte de un corrillo de personas que se encuentra conversando. Cada uno de ellos atiende a un grupo de viajeros. A nuestra entrada, se apresura a recogernos el calzado, quedando a su cuidado. Conocedora de las posibles rutas que se presentan en el recorrido, siempre parece adivinar el momento y lugar oportuno en cualquiera de las salidas que tomamos para dar con nosotros. 

Los fieles, muy numerosos al mediodía, entran a los templos con la cabeza y los hombros cubiertos por una tela blanca. Rezan brevemente algunas oraciones, dejan unas monedas y salen de nuevo al exterior perdiéndose en el tumulto por los estrechos pasadizos que conectan unas iglesias con otras.

El interior de casi todas ellas es oscuro. Cuesta un tiempo acostumbrar la vista. Algunas están profusamente decoradas con frescos, de igual manera que otras aparecen por completo desnudas de ornamentos. En las primeras, se recogen imágenes de figuras religiosas, animales, pasajes bíblicos o históricos, con gran riqueza de detalles y muy llamativos por su colorido. También se pueden contemplar cruces y figuras de santos talladas directamente en la roca.

Casi todas cuentan con una sala custodiada por un monje, completamente oculta por grandes cortinajes con imágenes santas. Supuestamente, tras ellas se esconden y protegen valiosas reliquias mucho más antiguas que las propias iglesias.

Recorrido todo el sector noroeste de iglesias, nos disponemos a comer en alguno de los lugares próximos que han proliferado a cuenta del incremento de visitantes en los últimos años. La muchacha que nos acompaña se despide para ir a dar de comer a su pequeño.

De regreso nos está esperando. Recorremos el segundo sector, separado del primero por el cauce artificial del rio Jordán, construido a la par que las iglesias por mandato del rey Lalibela a su regreso de Jerusalén para mayor semejanza con Tierra Santa. Recorremos todas y cada una de las estancias del conjunto. Hay mucha menos gente que por la mañana, apenas unos cuantos extranjeros que, cámara en ristre, buscamos el reflejo del sol que va declinando sobre estas piedras de un extraordinario color rojizo mezclado con irisaciones naturales producidas por la alteración química de algunos de los elementos que la componen.


La “guardiana de nuestro calzado” nos sigue prudentemente a una cierta distancia. Cuando termina la visita, Sansom coge unos billetes y se los entrega a cambio de toda una jornada de cuidar nuestras botas. Se despide de nosotros con una cálida sonrisa, un breve gesto de la mano y una ligera inclinación de la cabeza. En sus ojos, como en el de tantas personas con las que nos hemos cruzado en el viaje, confirmo ahora la primera impresión de la mañana: hay una mezcla de tristeza, resignación y desesperanza. 
Tal vez sea solo una interpretación personal: ella, igual que quien quiera entenderlo, es consciente del enorme abismo que hay entre la vida en su país y la de cualquier extranjero que viene desde muy lejos a visitar estos lugares. 

Al salir del recinto cruzamos a pie un trecho de la ciudad. En un chamizo de cañas adosado a una casa, unos chavales juegan al futbolín. Ninguna de las figuras de madera que representan a los jugadores está entera: faltan piernas, cabezas y brazos. Da igual. Es un partidazo. Mientras tanto, los más mayores se apiñan frente a una pantalla de televisión con la máxima expectación. Se juega un importante Manchester City vs Chelsea. Para algunas cosas no hay fronteras. No hay límites. Todos ellos saben cómo se vive en el primer mundo. En la comparación se comprende su deseo de acercarse a él.

Me abruma el contraste. Salir de un entorno en el que todo parece ser igual desde hace ochocientos o novecientos años a esta otra imparable realidad. De la inamovible quietud de la sólida roca al mercantilismo más despiadado reflejado a través de la pantalla de plasma de un televisor. Demasiado recorrido como para asimilarlo en un instante.

Etiopía ha perdido el 80% del turismo en los últimos cinco años. Tras la pandemia originada por el Covid, la guerra larvada que languidece en los territorios del norte, precisamente en donde se sitúa Lalibela, hacen difícil la llegada de visitantes extranjeros. La muchacha que cuidaba nuestras botas y otros miles de personas que atendían los negocios vinculados al turismo no tienen alternativa. ¿Qué habrá sido de ella? En la desesperación ¿a alguien puede sorprenderle que recorran miles de kilómetros hasta la costa norte del continente y se suban a una patera?

Otras entradas sobre Etiopía:

EL HOMBRE BAJO LA MANTA


domingo, 26 de mayo de 2024

CONDUCIR POR ESOS MUNDOS

 



Absorto en el paisaje, sea por donde sea el recorrido. El panorama siempre es atractivo… Y casi mejor que sea así.

Viajamos seis personas en el vehículo, el conductor, situado en la parte derecha, como en el Reino Unido, el “copiloto”, tres personas en el asiento corrido del centro y otro pasajero más en la parte de atrás, Sona, uno de nuestros guías, empeñado en ser él el que comparta el escaso espacio, revestido de una paciencia infinita, con bidones, mochilas y herramientas que saltan del lugar a cada bache o cada curva. En la baca, una surtida pila de bultos: nuestras mochilas y otros fardos que suben y bajan en tránsito temporal “ya que pasas por allí”.

El coche, un todo terreno fabricado en India es tan duro, robusto, resistente y rígido como incómodo. Todo lujo y bienestar para los viajeros ha sido descartado. Supongo, en mi profundo desconocimiento del mundo del motor, que las razones para semejante decisión están relacionadas tanto con la obligación de abaratar el precio, para hacerlo poderosamente atractivo en un país con sueldos muy bajos, como con la imperiosa necesidad de dotar al vehículo de los mejores elementos de suspensión y transmisión, porque, de no hacerlo así, pronto quedaría inservible en semejantes… carreteras, pistas, caminos, trochas… por las que le hacen circular.

Es difícil encontrar una postura en la que se pueda aguantar más de diez minutos seguidos. Las rodillas, encajadas contra el respaldo delantero, sufren unas ineludibles barras de hierro que se clavan independientemente de la postura en la que te coloques. Sospecho, incluso, que cambian de lugar para estar siempre ahí, incordiando. Otro tanto ocurre con el asiento y el respaldo. “Mullido” no es un término que se emplee en el diseño de fábrica. Perfectamente desechable. El cinturón de seguridad no funciona. Para mover la manivela de la ventanilla tienes que estar a la altura del bíceps de Superman o Thor … O la dejas como está. Temo que llueva y tengan que accionar el limpiaparabrisas.

Conducir aquí no es sencillo y … no es recomendable para que lo haga un viajero extranjero. Existe un código particular, como en muchos otros países, unas normas no escritas pero cuyo conocimiento es absolutamente imprescindible para circular por Nepal. Hay que ser muy osado o muy inconsciente para aventurarse a hacerlo. ¿Por qué?

Remolcando un vehículo averiado en plena ruta... de un solo carril
Remolcando un vehículo averiado 
 en plena ruta...de un solo carril                

Imaginad un circuito de carreras de coches. Quitadles todas las rectas. Todas. Dejad solo curvas. Una tras otra. Cerradas. Ciegas. Ahora reduce el ancho de la carretera a… seis metros, a veces algo más, muchas veces, menos. Puedes poner una profunda cuneta encementada del lado de la montaña, la mayor parte de las veces llena de vegetación y restos de todo tipo de cosas. Ojito no te arrimes mucho, no se cuele una rueda dentro, porque no la sacas. Perfora el firme con todo tipo de agujeros, de distinto tamaño y profundidad, sin límite. Algunos de varios metros de ancho y largo, sobre todo en las zonas de vaguada, donde torrentes de agua causan estragos en la época de lluvias. Añade piedras. Muchas piedras. Las laderas son muy empinadas y es frecuente la caída de rocas que se quedan en la carretera hasta que alguna cuadrilla de mantenimiento es capaz de retirarlas. No escatimes ni en una cosa ni en otra. Agujeros y piedras.

Una vez diseñado el circuito, vamos a dar la salida a los vehículos. Tres, dos uno, ¡semáforo verde! Pero no todos juntos, ¡claro! La mitad en un sentido. La otra mitad en el contrario.

Coches de todo tipo, edad y condición. Camiones, muchos de ellos con la capacidad de expulsar por el tubo de escape, sin aviso previo, una densa y duradera nube negra. Todos ellos pintados y adornados con todos los colores posibles. Tractores. Camionetas. Motos. Muchas motos con conductor y pasajero. Gozan de la libertad de hacer lo que quieran.  Si el piloto es un chico joven y a su espalda viaja una chica, prepárate para cualquier sorpresa. Lo más inesperado va a ocurrir. Ya sabes, !todo por impresionarla¡

Añade personas caminando por la calzada. No pocas. Algunas acompañadas de algún animal de carga, cierto es que… pocos. Igual que motocarros. Cada vez se ven menos. El progreso.

Ha pasado tiempo suficiente para que los vehículos se encuentren en el circuito. ¡Comienzan a llegar de frente!  Empieza lo bueno.

Los coches se conducen con una mano. En principio, la derecha. La izquierda es para la palanca de cambios, a veces, pero sobre todo es para tocar la bocina. No deben pasar más de… quince segundos entre bocinazo y bocinazo. Es imprescindible porque es el lenguaje  al volante. En cada curva se pita al entrar, se pita en el medio y se pita al salir. En cualquier momento sirve de advertencia: “a ver qué haces”, “te voy a adelantar”, “quítate del medio”, “o te apartas o te aparto”, de lo que puede haber tras la curva: “atento que voy”, “que voy por tu lado”, “que paso yo primero”, … y de saludo.. “es que es de mi aldea”, “es mi primo”, “un compañero”, “otro primo”… 

Si pasan esos quince segundos y no hay motivo para pitar, también se toca la bocina. ¿Por qué? No lo sé. Varias veces se lo pregunté al conductor para recibir una alegre y amplia sonrisa acompañada de un movimiento de ¡las dos manos! hacia arriba. Supongo que de tanto conducir, se te queda el hábito.

Volante y bocina. Dos manos. ¿Permanente ocupadas? No. Queda un tercer elemento: el móvil. Cada rato, cada poco rato, hay una llamada. Entrante o saliente. Si no le llaman, es que algo pasa. Se llama a ver. No hay manos libres. Dos manos y tres elementos. Volante, bocina y móvil. El primero… ¡ay! Mejor ni pensar en soltarlo. El segundo… en pocos kilómetros entiendes que es imprescindible. ¿El móvil? Vete a saber. El nepalí es ininteligible: no es posible acertar el asunto sobre el que gira esa conversación tan intensa, casi a gritos que parece ser tan importante como larga. La solución: se acabaron las señales acústicas. ¡Es el momento de echarlas de menos!

Por supuesto apenas hay indicaciones en la carretera. Algunas de limitación de velocidad. Otras avisando de algunas curvas (¿por qué unas sí y otras no, si todo son curvas?). No hay quitamiedos. Si tienes vértigo, no mires. No hay semáforos, ni rotondas. No hay líneas pintadas para indicar el centro de la calzada, los márgenes o si se puede o no adelantar. A estas alturas habrás podido imaginar que de poco sirven.

Con esto ya puedes hacerte una idea sobre en qué consiste conducir en Nepal. Y tal vez pensarías que el riesgo es inasumible. No. No lo es. Queda lo más importante. Reduce la velocidad a un máximo de… 30 km/hora. Incluso… 20 km/hora. Añade una tolerancia y una paciencia casi infinita en el comportamiento de los conductores. Si vale todo para todos, entonces nos perdonamos todo, todos. Al volante, se sonríe. 

Así que, aquí apenas hay accidentes.

Ahora sí.

Disfruta del placer de dejarte conducir…, quedan 10 horas de ruta.

 


sábado, 9 de marzo de 2024

THE PEACOCK SHOP. EL HOGAR DE LA MAGIA

 


Bhaktapur está a unos pocos kilómetros del centro de Kathmandú. En sus inicios, hace siglos, ambas ciudades correspondían a reinos distintos. Actualmente, no existe apenas discontinuidad en las construcciones que las unen y que, junto con Patan, Kirtipur y Lalipur, forman un conjunto de poblaciones de carácter histórico con centros monumentales bien nutridos de antiquísimos templos dedicados al abundante, variado y colorido panteón hinduista y budista.

Cuenta la leyenda que el valle en el que se asientan estas ciudades fue un gran lago en el que vivían serpientes gigantes. Un día, el santo budista Manjushree (seguro que está representado en alguna imagen por alguno de estos templos) asestó un poderoso golpe con su espada en la ladera de una montaña abriendo una grieta por la que desapareció toda el agua, dejando tras de sí un fértil valle capaz de dar sustento a sus nuevos pobladores.

La entrada a Bhaktapur para los visitantes se hace, prácticamente de forma inevitable, por Durbar Square, la plaza donde se reúne casi toda la riqueza arquitectónica del lugar y un extraordinario ejemplo del esplendor de la dinastía de los reyes Malla a partir del siglo XIII cuyas construcciones rivalizaban en altura, complejidad y ornamentos con los de las otras ciudades próximas.

Una sucesión de templos, santuarios, estatuas, imágenes esculpidas en piedra y complejas tallas en madera de figuras correspondientes al vasto y complejo conjunto de deidades hinduistas y budistas, se reparten a lo largo y ancho de esta plaza de ladrillo rojo, donde pasear es uno de los placeres más recomendables de la visita al valle de Kathmandú.


Durbar Square es el recinto principal que reúne la mayor parte de las visitas de los turistas y viajeros que llegan a la ciudad. Son pocos los que salen de ella para adentrarse en las calles de la zona histórica. Y sin embargo, detrás de cada esquina hay nuevas sorpresas. Es frecuente encontrar pequeños santuarios en patios interiores de un conjunto de viviendas a las que se accede por una pequeña puerta, a veces casi escondida. Algunas casas mantienen un artesonado de madera trabajada a mano con todo tipo de detalles religiosos. Las puertas y ventanas,  agrietadas por el paso de los años… o los siglos, componen un catálogo de deidades a mitad de camino entre lo humano, lo divino y el reino animal, con figuras tan extravagantes como coloridas. 

Dejándome llevar de calle en calle, aparecen colgados de la pared unos pliegos de papel con oraciones impresas. Unos pocos metros más allá, una pequeña puerta anuncia The Peacock Shop con un cartel escrito a mano en el que se describe el proceso de fabricación del papel. Solo el nombre invita a entrar. Nada en el exterior hace que este lugar parezca una tienda. La curiosidad me arrastra dentro. No hay nadie… o así al menos aparenta ser. 

Unas estanterías, con todo tipo de productos fabricados en pasta de papel, recubren por completo las paredes de la estancia, cuyo espacio interior está, así mismo, íntegramente ocupado por mesas sobre las que descansan innumerables grabados de todo tipo y tamaño, calendarios, libros, tarjetas de felicitación, pliegos de papel de diferentes colores, cuadernillos, estampas, sobres, papel de cartas, …

Paso un buen rato paseando entre las mesas hasta que algo me llama la atención. Tomo entre mis manos un pliego con un grabado de un carro de procesiones religiosas, muy semejante al que acabo de ver en la plaza. Al instante aparece tras de mí un hombre. Me giro al escuchar su tenue susurro explicándome de qué se trata la imagen. Alto, con el típico “palpali topi”, el gorrito nepalí que lucen casi todos los hombres (ya no los jóvenes), unas gafas de pasta oscura y una sonrisa franca dibujada por unos finísimos labios. Un terno de gris gastado mimetiza su figura en el conjunto de la tienda. Podría ocultarse entre sus pliegos sin ser visto. Seguro que ha estado ahí todo el tiempo sin que yo haya percibido su presencia. Aprovecho la oportunidad 
para preguntarle sobre la tienda, sus productos, el proceso de fabricación de la pasta, los tintes, la forma de grabar. El hombre atiende todas mis inquietudes con atenta calma, llevándome de un lugar a otro para explicarme los detalles más curiosos de algunos de sus productos. Al cabo de un rato me dice, “ven, sígueme”. Entonces entramos en otra dimensión. Un pasillo conduce a una sala estrecha pero muy larga. A la entrada, una talla de un elefante de algo más de un metro de altura, con extraordinarios detalles ornamentales, perfectamente trabajada, oculta una segunda ligeramente más pequeña, pero igual de bella.

¿Por qué tienes esta talla aquí? ¡Es una joya!

Las hago en mi tiempo libre, cuando me aburro. Tengo muchas. Aquí solo hay algunas. Pero ven. Sube por aquí.

Cruzamos la sala entre todo tipo de cachivaches, herramientas y resmas de papel apiladas contra las paredes, de todos los colores imaginables y diferente composición, unas son lisas, otras tienen pétalos de flores prensadas junto con la pulpa, o hilos de diferentes texturas. Unas escaleras nos conducen al piso superior donde se abre una estancia completamente vacía de elementos relacionados con el lugar, pero resulta llamativo que todos los elementos de la construcción en madera se encuentran trabajados hasta el más mínimo detalle, cada una de las columnas, los espacios entre ellas, las ventanas, las puertas… albergan tallas con todo tipo de figuras.

Mi asombro no tiene límites y mi improvisado guía lo sabe. No soy el primer viajero que recorre estas salas. Un piso más arriba se repite el escenario de dioses tallados y columnas decoradas. Incluso las vigas del techo presentan detalles ornamentales de grandísima calidad.

“Mi casa está en la tercera y cuarta planta. Aquí vivo con parte de mi familia. Algún día bajaré a ocupar estas habitaciones”.

Me ha dejado sin palabras.

Descendemos y me lleva por un pasillo a una esquina, donde un hombre está trabajando con una antiquísima prensa, en la impresión de una figura sobre una muestra de papel.


Calibra la posición exacta que debe ocupar con unos pequeños alfileres. Me le quedo observando un buen rato. Realiza su trabajo con absoluta precisión, pero lo más llamativo es que carece por completo de prisa alguna por terminar de cuadrar el grabado. Prueba una y otra vez, un milímetro arriba, medio abajo, un poco más de presión, media vuelta menos, coge el papel, lo mira, lo vuelve a colocar, acciona la prensa, lo extrae de nuevo para repetir el proceso completo de nuevo, … El tiempo no existe.

En otra habitación, dos hombres, sentados frente a frente a ambos lados de una mesa baja, imprimen a mano en uno pliegos de papel los ojos de Buda. Pliego a pliego, con tanta parsimonia como cuidado, con tanta clama como atención.

Recorro el camino de vuelta, aunque siento tener que salir. Volvería de nuevo a cada uno de los espacios visitados. Al regresar a la tienda compro el grabado del carro de oraciones y alguna cosa más para tratar de compensar el regalo de la visita.

Aún vuelvo la mirada por toda la sala tratando de advertir algún nuevo detalle que se me ha escapado, alguna sorpresa más que admirar. Es entonces cuando me parece ver, entre los pliegos de papel, unos ojos de Buda parpadeando risueños, tal vez un guiño: Unas mariposas aleteando en su regreso a su estantería después de un breve vuelo de reconocimiento. Una flor de loto deslizándose lentamente por la corriente de un pequeño arroyo.

Este lugar no solo es una imprenta. Es el hogar de la magia.


domingo, 28 de enero de 2024

ÁRBOL, DE TI HARÉ…

 



Hacía algo más de diez años de la última vez que estuvo por allí, pero aún recordaba algunos detalles que le permitían acercarse a su destino sin temor a perderse. No quería sacar el gps del bolsillo para dejarse guiar. Un poco de amor propio y otro de aventurilla equilibraban esa desconfianza. No dudó en el lugar en que debía dejar el camino principal y adentrarse por el sendero que descendía hacia la cañada, pero ahora, no alcanzaba a recordar en qué momento debía dejar éste y, campo a través, caminar hacia el arroyo para alcanzar su destino. Tampoco le importaba dar una vuelta más larga; tener la oportunidad de caminar por el bosque era un regalo de los que no siempre podía disfrutar.

Estaba atardeciendo ya cuando reconoció la zona. Unos minutos más tarde se reencontraba con el árbol, tocando su corteza con tanta delicadeza como ilusión. Diez años atrás había pagado una fortuna por él y también por los tres ejemplares que le rodeaban para que fueran cortados con el único fin de que su árbol diera el último estirón.

¡Y bien que lo había hecho! Con la palma apoyada sobre el tronco, acariciándolo con delicadeza, giró una y otra vez, lentamente, mirando hacia arriba, hacia la copa. El fuste completamente recto hasta la primera ramificación, a algo más de cuatro metros de altura, sin nudos, robusto, de porte majestuoso, sin muestras de debilidad o enfermedad alguna, un ejemplar único en aquel bosque escondido, cuidado a lo largo de los años.

Ahora había llegado el momento. Nunca sabía cómo afrontarlo. De alguna manera le avergonzaba el sentimiento de tristeza que se apoderaba de él por tener que cortar un árbol tan bello, por mucho que fuera un ejemplar largamente deseado. Por el contrario, la ilusión de disponer de una materia tan excepcional, le hacía sentirse exultante … y la contradicción entre ambas, incómodo.

Los últimos rayos del sol aún acariciaban la parte más alta del árbol, proporcionando unos destellos dorados mezclados con el verde de las hojas, al capricho de la ligera brisa que soplaba. Se sentó al pie, apoyando su espalda en la rugosa corteza.

Ha llegado la hora. Sé que no me oyes. También sé que no me entiendes. Eres un árbol y los árboles ni oyen ni entienden, así que te hablo a ti, aunque, una vez más, sé que es a mí mismo a quien dirijo estas palabras. También sé que no sientes y por tanto, cuando la motosierra te derribe, no pasará nada más allá de lo que yo albergue dentro de mí. Mañana dejarás de ser árbol.  Abandonarás este bosque del que has sido estandarte, perderás tus ramas, tus hojas, tus raíces. Dejarás un enorme hueco, aunque también suficientes semillas como para que un hijo tuyo ocupe este lugar. Te convertirás tan solo en unas tablas que guardaré apiladas hasta que, despacio, vayan perdiendo la humedad que tus tejidos han guardado durante tantos años manteniéndote con vida.

Y un día pondré mis manos de nuevo sobre ti, como hago ahora y con mis herramientas, mi conocimiento, tu recuerdo y el amor que tengo por mi trabajo, comenzaré a darte una nueva forma y una nueva vida. Trabajaré contigo, con lo que eres y con lo que escondes. Buscaré dentro de ti todos y cada uno de los matices que atesoras, todos tus secretos, cada uno de los misterios que han forjado tu existencia.  Buscaré el paso del tiempo en tus anillos, las lunas llenas, el rugir de la tormenta, el viento arrancando tus ramas, el trueno, la hendidura del rayo, un corazón tallado con una flecha cruzada, el eco de las palabras que se pronunciaron a tus pies, las lágrimas que absorbieron tus raíces. Buscaré las huellas de los animales que encontraron en ti cobijo y alimento, las del pastor que se refugió con su rebaño bajo tus ramas huyendo del sol y de la lluvia. Buscaré el olor del otoño y el esplendor de la primavera. Buscaré hasta encontrar el último detalle de tu larga vida. No tengas duda alguna de que no pararé hasta terminar esta labor. Y solo entonces, solo cuando reconozca en tus vetas las mil y una historias en ellas escritas, comenzaré a darte forma. A procurarte una nueva vida. Te vestiré de las mejores galas, te adornaré con tanta elegancia, discreción y sutileza con los elementos de la naturaleza con los que has convivido tantos años, en este lugar tan escondido del bosque, que nadie olvidará de dónde vienes y quien has sido.  Una gota de agua, un copo de nieve o un cristal de hielo. La huella de un ruiseñor, una de tus semillas, el borde de una de tus hojas… Todavía no lo sé, pero cuando llegue el momento, sé que también eso me lo acabarás revelando y entonces, lo llevarás grabado. Así, serás diferente. Así serás reconocido y así serás recordado. Árbol, de tí haré … algo único.

                                 

La sala estaba completamente llena. Hacía meses que se habían agotado las entradas. La expectación del público se mezclaba con los nervios de los músicos minutos antes del comienzo del concierto. Los aplausos, atronadores al momento de la aparición del maestro director, dieron paso a un silencio absoluto en cuanto éste se giró hacia la orquesta y, tras un leve gesto de su cabeza, levantó la batuta. Cuando ésta descendió por tercera vez, el arco se apoyó sobre las cuerdas del violonchelo deslizándose suavemente.

El auditorio se llenó de un sonido profundo, melancólico, intenso. Los acordes se sucedían lentamente en el portentoso devenir de una melodía que, no por conocida, dejaba de resultar sorprendente. Más aún aquella vez, en la que el virtuosismo del intérprete se apoyaba en un instrumento que parecía otorgarle a la música unas cualidades desconocidas. La sala se inundó de música. Las notas se quedaban flotando en el aire, componiendo una imagen que se iba forjando conforme avanzaba la pieza musical, tal como un pintor va añadiendo pinceladas sobre su lienzo. Allí comenzó a adivinarse un bosque, la forma de un árbol, el viento sobre las hojas, la lluvia, el trueno, las palabras susurradas, el canto de los pájaros, las pisadas del lobo, el día, la noche, el resplandor de las estrellas entre las ramas, el olor del musgo. Hasta el último rincón del recinto recibió un retazo de las ondas de aquél poderoso instrumento, cuya resonancia lo envolvía por completo, tanto como el interior de cada uno de los espectadores. Todas las miradas estaban concentradas en aquella caja de madera de la que brotaban notas que destilaban matices de una sutileza embriagadora.

En el centro de la sala, el luthier cerró los ojos. También estaba extasiado por la música, pero, de nuevo, transportado en el espacio y en el tiempo, recordaba el susurro de sus palabras de aquél ya lejano día, el roce de sus dedos al acariciar la corteza, el rítmico batir de su herramienta al tallar las primeras piezas, el tenue siseo al pulir las últimas irregularidades o el silencio del pincel al imprimirle la última capa de barniz.

Todos aquellos momentos que habían pasado desde el día que escogió precisamente aquel árbol hasta este instante en el que el público, puesto en pie, no dejaba de aplaudir después haberse visto transportados por la música a un paraíso de emociones, todos aquellos momentos fueron revividos en el devenir del concierto.

Al fin, el intérprete se incorporó y saludó con el instrumento en la mano. En un instante, al girarse levemente, un fugaz destello se escapó de una pequeña pieza de plata con la silueta de una hoja, que se podía distinguir en la parte inferior de la voluta. El luthier levantó levemente la mano, sonrió y salió de la sala discretamente.

Aquél era el saludo convenido.

Querido árbol, he cumplido.

 

En memoria de Antonio Román. 

Dedicado a mi hermana Inma y a mis sobrinos Laura y Pablo.

 

domingo, 14 de enero de 2024

UN HOTEL DE SIETE ESTRELLAS: "THE SNOW HOME RAMCHE HOTEL". SEGUNDA PARTE: LA NOCHE.

 



Hacía frio. Mucho frio. Me había metido en el saco con doble capa térmica de ropa y un grueso par de calcetines, pero además había apretado bien las cuerdas del "cuello" y de la “capucha” del saco para impedir que el frio entrara dentro.  Tan solo había dejado una rendija por donde respirar y ver algo que no fuera negro: un mecanismo de seguridad de los que padecemos claustrofobia. Con los auriculares puestos, pasaban los minutos y las canciones. Con ellas, la noche. De fondo, como complemento de la música, escuchaba el inevitable coro nocturno de ronquidos que me acompañaba desde que comenzamos el viaje, sumados, desde varios días atrás por otro, no menos ruidoso, de toses.

 

Mientras comíamos, Bire, nuestro guía, había hecho un comentario jocoso acerca de las instalaciones del hotel. “Esta noche descubriréis que es un hotel de cinco estrellas. No tenéis más que mirar al techo”. En ese momento, sentados a la mesa y sin participar en la conversación de mis compañeros, me dio por pensar en que, al margen de la broma de Bire, en efecto, este hotel se merecía las cinco estrellas. Tal vez un par de ellas más. Levantar en este lugar una edificación con piedras, tablas y plásticos para dar alojamiento a los viajeros, mantener una estancia medianamente caliente sin más combustible que las deyecciones de los yaks y algo de leña, alimentarles a diario, tener agua y luz…era un reto muy difícil. La falta absoluta de cualquier tipo de comodidad era reemplazada con creces por el paisaje en el lugar en el que nos encontrábamos y por las expectativas de contemplar de nuevo la colosal mole del Kanchenjunga, esta vez por su cara sur. El cielo, las nubes, las cumbres de las montañas, el hielo, las rocas…, componían un horizonte difícilmente igualable. 

Atendiendo el comentario de Bire y por la rendija del saco, me dediqué buscar agujeros en el plástico que tenía sobre mi cabeza entre las tablas del techo. No resultó difícil porque no solo eran viejos, sino que, además, no estaban colocados cubriendo toda el espacio, de manera que entre láminas quedaban amplios huecos por donde se dejaban ver las tablas de la cubierta y ahí, entre las uniones de unas y otras, se adivinaban algunas estrellas. Una, dos, … tres, … siete…

Había estado haciendo fotos poco antes de acostarme y tenía la intención de repetir por la noche, pero solo pensar en salir del saco al frio de la madrugada me hacía posponer una canción más la decisión. En algún momento me debí quedar dormido porque ahora, los ronquidos me habían despertado. La música no sonaba, los auriculares estaban perdidos por algún lado. Encendí la luz del reloj: las dos y cuarto. Sería ahora o nunca. Tendría que salir a ver el cielo estrellado, tal vez sería la última oportunidad, mañana podría estar nublado, la luna creciente apagaría las estrellas, sería solo un momento, ¡con lo calentito que estaba ahora! …

¡Sal, caramba! ¡Sal de una vez!

Dicho y hecho. Abrí los cordones y saqué los brazos. De dos rápidas sacudidas estaba fuera del saco. Me calcé las botas sin atar y me puse un forro. Cogí la cámara que previamente había dejado preparada en una esquina de mi catre. No hacía falta encender la linterna. En tan poco espacio no podía equivocarme. Abrí la puerta con todo el cuidado para no despertar a mis compañeros y salí al exterior.

Una densa escarcha cubría toda la pradera y mis pisadas quebraban ruidosamente los infinitos cristales de hielo que la adornaban como un oscuro manto plateado.

Alcé la vista hacia el cielo.

Recortado por las cumbres de las montañas, en el fondo negro aparecían miles de estrellas. Pasaron unos minutos y la vista se fue acostumbrando a esa oscuridad. Cuanto más profundamente miraba hacía arriba, más estrellas iban compareciendo.

Giré sobre mí mismo para abarcar todo mi campo visual. El infinito sobre mi cabeza.

Miles de puntos. Miles de estrellas.

Si de día el paisaje era portentoso, por la noche era sobrecogedor. El silencio, la negrura, la quietud, la soledad, ese inmenso vacío completamente lleno.

Fijé la vista en un punto concreto y, detrás de las primeras, aparecían otras, más tenues, más lejanas, a veces un sutil parpadeo. Por un momento sentí vértigo solo de pensar que aquello que contemplaba no era más que una minúscula parte de lo que había más allá. En aquél infinito mapa de puntos de luz, tracé líneas y curvas, busqué una osa grande y otra pequeña, a Orión y sus perros de caza, princesas, dragones espadas, arcos y flechas. Identifiqué constelaciones, imaginé órbitas, adiviné entre los parpadeos de un extremo de la vía láctea una puerta hacia los universos paralelos. Un par de estrellas fugaces, se detuvieron un instante para hacerme un guiño antes de salir disparadas y apagarse un soplo después. Las nebulosas jugaban a cambiar de colores. Una enana blanca desapareció dentro de un agujero negro mientras en algún otro lugar del infinito, una enana negra lo haría dentro de uno blanco. Cosas del equilibrio del cosmos. Y detrás de todo aquello aún imaginé más.

Fue entonces, al vislumbrar la magnitud del firmamento, al ser consciente de las proporciones infinitesimales de mi propia presencia y de mi fugaz existencia, cuando me sentí más grande.

La plenitud de la consciencia.

No sé cuánto tiempo estuve allí mirando hacia el cielo, pero de pronto me di cuenta del intenso dolor que sentía en los dedos de mis manos. Miré la cámara que sostenía entre ellos y sonreí pensando cómo podía haber sido tan idiota de cogerla. Hay cosas que no se pueden fotografiar. Igual que, tal vez un buen escritor sería capaz de describir esta visión, un buen fotógrafo, con tiempo y un buen equipo, hubiera podido recogerla en una imagen, pero lo que estaba sintiendo, ni una foto ni estas torpes palabras son capaces de describirlo.

Me resistí un minuto más antes de regresar. Después me encaminé hacia el refugio, entré, cerré la puerta con cuidado, dejé la cámara, me quité las botas y el forro, y me apresuré a meterme en el saco. Lo cerré por completo ...salvo una rendija.
Allí, hecho un ovillo, helado de frio, con las manos como témpanos entre los muslos de mis piernas para tratar de hacerlas volver en sí, cerré muy fuerte los ojos. 

Mientras mis compañeros roncaban ruidosamente, ante mí se abría todo el firmamento.

Y así volví a quedarme dormido, dándome un paseo por las estrellas.

 

 


jueves, 28 de diciembre de 2023

UN HOTEL DE SIETE ESTRELLAS: "THE SNOW HOME RAMCHE HOTEL". PRIMERA PARTE: EL DÍA.

 



Entre Cheram (3.870 m) y Ramche (4.580 m) no hay mucha distancia. Tampoco un gran desnivel. Cuatro horas de caminar relajado valle arriba remontando las gélidas aguas del Simbuwa Khola, parando varias veces a descansar y muchas otras a contemplar las montañas y a hacer fotografías.

Ese día no era necesario madrugar para salir pronto. Al contrario. Esperamos a que el sol bañara de luz y calor el valle para desayunar en una mesa colocada en el exterior del lodge en el que habíamos pasado la noche. Allí fuera, el pan tibetano, la tortilla y el té sabían mucho mejor. No había prisa.

Es perfectamente posible realizar un trayecto desde Cheram hasta Yalung, el final del camino para los senderistas que quieren acercarse a la cara sur del Kanchenjunga y regresar a dormir a este mismo lugar sin necesidad de hacer noche en Ramche. Es una larga caminata, pero si no dispones de días suficientes, es mejor opción que abandonar y perderse la visita a esta zona. Pero no teníamos prisa alguna. Más bien al contrario, estábamos terminando nuestros días en la zona de las montañas y se hacía cada vez más necesario disfrutar de todos los momentos que nos brindaba el camino.

Llegamos a Ramche a la hora del “lunch” en el único lugar que existe allí para pasar la noche: el Snow Home Hotel. La recepción al lugar la brinda una cría de yak de lo más cariñoso. Se sienta entre nosotros y no para de cabecear para que le acaricies la peluda y esponjosa testuz.

El “hotel” lo componen dos dependencias. Por un lado, está el hogar que, como casi siempre, es además la zona privada de los propietarios. Allí cocinan, viven y duermen. Es el único lugar donde se enciende una lumbre escasamente alimentada por algo de leña subida a hombros de porteador y por las deyecciones de los yaks, después de pasar un largo proceso de secado, colocadas cuidadosamente sobre todas las rocas de los alrededores y las paredes de las dos construcciones. 

La segunda, levantada con piedras y tejado de madera, está compuesta de cuatro habitaciones, separadas por algún muro de piedra y unas tablas y plásticos que poco o nada evitan ni las corrientes de aire, ni los ruidos. Las paredes, en su interior, están recubiertas de una fina capa de barro que tiene, como única finalidad, tapar grietas.

Por debajo de la cubierta de madera, y apoyadas directamente en los muros hay más tablas distribuidas irregularmente, soportando unos plásticos que, además de tratar de aislar la estancia, deben evitar que, en caso de lluvia, el agua caiga directamente sobre los huéspedes, algo bastante improbable a la vista de los agujeros que presentan.

Después de comer, subimos la morrena del glaciar para disfrutar de un paisaje espectacular. El viento sopla y es muy frio, así que casi todos regresan al lodge. Los que nos quedamos recibimos una inesperada recompensa: el aire se queda en calma y con él detenido, todo parece serenarse. Hasta las banderas de oración, de un algodón tan fino que cualquier brisa las agita, detienen su incesante tarea de dispersar sus mantras a los cuatro vientos y cuelgan, por fin, tranquilas y silenciosas. Toda la inmensidad que compone nuestro horizonte parece prepararse para despedir la luz y abrazar la oscuridad, para dar por cumplido otro día más en el infinito devenir del tiempo allí donde éste apenas cuenta, donde el reloj es un instrumento tan inútil como ridículo es el calendario.

Aún el sol, ocultándose entre las cumbres de las montañas, nos regala un atardecer lleno de matices, en un juego de luces representado a diario, siempre diferente, entre el astro, las nubes, las rocas y el hielo de las montañas. 

Colores tan sutiles como fugaces, que se desvanecen acariciando cada roca con una última pincelada de luz.

Consciente de haber vivido una de esas experiencias que se recuerdan siempre, poco quedaba por hacer en la oscuridad de aquel lugar. Así que, después de cenar un generoso tazón de sherpa stew bien caliente, decidí irme al saco. Sabía que no podría dormirme hasta dos o tres horas después, pero también, que dentro estaría mucho más calentito y podría disfrutar con los auriculares de algunas canciones que me acompañasen en el duermevela.

Poco imaginaba yo que aún esa noche, en este hotel, aún quedaban más emociones por vivir.