Alcanzamos el collado al mediodía. Desde los coches, más de treinta minutos de camino con la herramienta, tragando humo y un calor extremo, aunque todo eso quedaba al margen, el cosquilleo en las tripas tenía origen en la incertidumbre de nuestra misión.
Al coronar, Claudio dio
indicaciones de esperarle, “comed algo y descansad un poco. En diez minutos
estaré de vuelta. Lino, estate atento a la emisora”. Después, marchó monte
arriba hasta unas peñas, donde le perdimos de vista. Sin duda estaba buscando
la mejor manera de dar ese contrafuego que resultaba crucial para detener el
avance del fuego.
Tardó más de una hora en regresar
y no lo hizo nada satisfecho. “El frente sube muy deprisa, el viento no nos
favorece y se nos echa el tiempo encima”. Cogió la cantimplora y dio un largo
trago. “A la faena. Vamos a bajar cien
metros por donde hemos venido. Haced línea desde aquellos peñascos. Moveos
deprisa. Hay poco tiempo”
Sin mediar palabra nos colocamos
el casco y las gafas, revisamos el equipo y comenzamos la tarea. Lino iba por delante
indicando la traza y revisando el trabajo. De vez en cuando tiraba de azada
para rematar algún punto. “¡Venga va! ¡Esto va bien! ¡Cien metros más y
respiramos un poco!”. El humo oscurecía la tarde. El sudor, mezclado con el
polvo, bajaba por la frente filtrándose por el borde de las gafas, ya
desgastadas, provocando en los ojos un picor insoportable. Pero no se podía parar. “¡Mantened el ritmo! ¡Vamos, ánimo!”. La
garganta reseca, los músculos fatigados, el humo dificultando la respiración.
Cien metros más.
“¡Hasta el canchal!” Volvió a
gritar Claudio. “Y después volvéis y os repartís por la línea” “¡Las dos
mochilas con Lino!, Y guardad agua. ¡Por aquí no hay donde recargar!”
Un rato después Claudio estaba en
la parte alta de la línea. Inmóvil, con todos los sentidos alerta percibiendo la evolución del
viento, esperando notarlo a la espalda, momento en el que arrimaría la antorcha
al matorral, ralo por la altitud, para iniciar la quema. Odiaba hacerlo. Odiaba el fuego. Llevaba más de veinte años
de agente y no le gustaba nada quemar, aunque todos los años le tocaba. Sabían de su
destreza, su prudencia, su serenidad en momento críticos y siempre le encomendaban el lugar más complicado. No podía quejarse,
a su vez, él siempre reclamaba a Lino a su lado. Sin Lino y su gente, no había
quema. Se entendían con una sola palabra, que casi siempre era innecesaria,
bastaba una mirada.
“PMA de Claudio. Autorización
para comenzar la quema. Te advierto que sigo sin verlo claro.”
“Claudio, adelante. Empieza. No queda
otra. O lo intentamos parar ahí o …, sabes que no hay otra manera. Tú puedes hacerlo. Ve informando como vais”
Una mirada más hacia la parte
alta del collado. El humo estaba muy cerca. El resplandor rojizo del frente anunciaba
la llegada de la bestia.
“Que esta llama te reviente y te
devuelva al infierno” “A ti y al diablo que te prendió” murmuró iniciando el goteo de la antorcha.
Como si de un ser vivo se
tratara, las primeras llamas recién alumbradas oscilaron titubeantes, hasta que la ligera
corriente ascendente las empezó a tumbar ladera arriba, hacia el collado, tal
como debía ser. Pronto, la línea de fuego creada, fue trepando, devorando matas
y pasto, dejando una superficie negra cada vez más ancha, bien sujeta en la línea de
defensa practicada un rato antes. Todo correcto.
Alcanzaron las peñas en menos de
treinta minutos, justo cuando el frente asomaba por el collado. Las cuentas de
Claudio no fallaban. El viento lanzaba las primeras llamas ladera abajo, pero el cambio
de topografía y de combustible lo debilitaba. Ese era el momento. Era la única oportunidad.
Todas sabían lo que venía a
continuación y tanto era el deseo como el temor de presenciarlo. Nunca se
acostumbrarían al rugido de los dos frentes de fuego entrar en contacto. El inmenso poder destructivo del incendio enfrentándose a sí mismo. Como
una feroz pelea entre dos bestias mitológicas, las llamas chocaron entre sí, provocando un ruido ensordecedor. El frente se detuvo, pero aún quedaba trabajo.
Controlar las pavesas. Controlar
las pavesas. Controlar las pavesas. Un mantra grabado en la mente de todos los miembros del equipo.
Lino sabía que ahora era crucial
consolidar la línea de defensa, que no la traspasara el fuego. Que ninguna
partícula incandescente prendiera del otro lado. De ser así …, no se atrevía a
pensar donde pararían este monstruo. Una sola cuadrilla para tanta superficie…
pero un incendio tan grande obligaba a distribuir medios por muchos kilómetros
de perímetro activo.
“Taco, ¡tira agua!¡Tira agua, que
se pasa!” Taco, que había ayudado a su padre con el ganado antes de que éste lo
dejara, había aprendido a saltar por el monte como las cabras, y aún con la
mochila a la espalda voló en segundos ladera abajo. Llegó en un suspiro,
accionando el difusor con un chorro bien dirigido, pero, de inmediato, unos metros más abajo el pasto comenzó a arder. En unos instantes, todo lo que estaba a su
vista se llenó de puntos incandescentes que, como luciérnagas, volaban empujados por el viento desde
la ladera opuesta.
“Lino, ¡No me queda agua!” “Vosotros
¡Aquí! ¡Batefuegos! Rápido, dale, que se nos pasa”
“Claudio para Lino!”
“Lino”
“Se nos pasa, tío. ¡Están
lloviendo pavesas y ¡todas prenden!”
“Hay que detenerlo, Lino. Si
sigue, baja al pueblo y si entra en el robledal es imparable”
“Lo sé, pero no podemos hacer
nada. Pide descargas”
“Aquí no pueden volar los
helicópteros. No hay nada de visibilidad, de sobra lo sabes. Inténtalo Lino,
cuida a los chicos”.
Claudio observaba desde el alto
del collado. Era imposible. Cada veinte o treinta metros afloraban nuevos focos
caídos desde el cielo.
“PMA de Claudio”
“Adelante, Claudio”
“Paramos el frente, pero una
lluvia de pavesas está prendiendo en la cara eco. No podemos controlarlo. Va
contra el pueblo. Manda allá para defenderlo. Calculo que tienes treinta
minutos. Saco a mi gente. Vamos a los coches y bajaremos, a ver si da tiempo. Se
está formando un frente nuevo a toda velocidad”
“Saca a la gente. Defendemos
el pueblo. Id para allá”
No hubo manera. El fuego arrasó el pueblo y continuó avanzando por el valle, cabalgando entre las copas de los árboles, el matorral o las zonas de pasto. La ausencia casi total de humedad en la vegetación y el intenso calor hacían invencible a aquél desmesurado elemento de la naturaleza, capaz de destruir todo lo que encontraba. Y cuando las llamas parecían debilitarse, el viento, otras veces aliado, esta vez implacable y desalmado, acudía en su ayuda, cambiando la dirección del frente, o empujando pavesas para iniciar otros nuevos.
Claudio, Lino y su cuadrilla lo
intentaron una y otra vez, igual que el resto del operativo desplegado cerca
del pueblo, desbordados de tanto trabajo, al límite de sus fuerzas, atentos a escapar del enorme riesgo que corrían, evitándolo casi siempre por experiencia y algunas, por
suerte.
Un valle tras otro, una
cordillera tras otra. Todo lo que alcanzaba la vista.
Anochecía cuando Claudio miró al cielo y entre una densa cortina de humo, vio volar una pavesa. Arriba, arriba…
Cerró
los ojos y se le formó una lágrima con la última gota líquida de su cuerpo.
Al abrirlos, encontró la luna convertida en una bola de fuego.
Contempló extrañado la luna ardiendo. Miró el sol, ocultándose tras las montañas, rojo de furia por la insolencia.
Fuego, solo fuego allí donde girase la vista.